miércoles, 24 de febrero de 2021

Sabiduría de Oriente (Relato)

    


    Juan de Dios San Martín había sido siempre un hombre profundamente identificado con su nombre. Nacido en el seno de una familia católica hasta la médula, había sido guiado siempre por el camino de la fe, la pureza de los ideales y las obras de caridad. Iba a misa todos los días, se abstenía de alcohol, tabaco y otros vicios, no mentía nunca y trataba de hacer lo correcto en cada ámbito de su vida. Vestía sencillo y con tonos neutros: camisas y pantalones lisos, zapatos negros o marrones sin cordones, y unas gafas cuadradas de pasta que no llamaban la atención. Consideró que la vida consagrada no era para él, pero sí eligió dedicar su vida a la fe, se involucró en cursos de estudio de la Biblia y se comprometió en la asistencia a los necesitados. Se rodeó de gente devota y comprometida, y decidió no relacionarse con mujeres más allá de la sencilla amistad. A los cuarenta años, cosa rara en nuestros tiempos, se podía decir que era virgen, en el sentido más carnal de la palabra.

Su guía espiritual, viendo en él potencial, pero también cierta rigidez, decidió recomendarle asistir a unas jornadas interreligiosas en la ciudad de Córdoba, durante la Semana Santa. Allí, entre conferencia y conferencia, celebración y celebración, descubrió gente muy diversa de otras religiones: budistas de distintas ramas, musulmanes suníes y chiíes, hinduistas de distintos credos y sijs, entre otros.

Pero, de todos ellos, destacaba a sus ojos una joven hindú llamada Alisha. La primera vez que la vio, con su tez oscura y sus ojos negros, su bindi de color rojo cuidadosamente pintado en su frente, y su sari de intenso color violeta, una energía vital, tierna y preciosa, se despertó dentro de él. Unas veces, la sentía cuando el vientre de Alisha asomaba bajo su sari, o sus pies sencillamente vestidos por unas sandalias de tiras brillantes surgían de entre sus pliegues. Otras, por la armonía de sus gestos y la elegancia de sus movimientos. Al fin, cuando le sonreía observándole con una mirada directa e intensa que parecía traspasarle. Juan de Dios no acababa de entender lo que vivía, pero la explicación era sencilla: Hasta el momento, había conseguido contener su interés por la mujer mientras esta se hallaba circunscrita al ámbito de lo familiar y conocido; pero cuando la feminidad se había vestido bajo la forma de una cultura totalmente diversa, había caído perdida e irremisiblemente enamorado.

Un día, tras una de las conferencias, Juan de Dios y Alisha se quedaron los dos solos. Tras visitar la mezquita y pasear por las callejuelas intrincadas de la ciudad, se detuvieron en una plazuela donde un hombre tocaba una guitarra española mientras cantaba con sentida melancolía. Se sentaron y hablaron de las diferencias entre sus creencias. Juan de Dios le decía que ansiaba comprender por qué había religiones tan diferentes en el mundo, necesitaba entender cómo Dios se había revelado, si lo había hecho, de formas tan distintas; pero se sentía cada vez más arrebatado por la intensidad de la mirada de Alisha, mientras las palabras se iban espaciando cada vez más, hasta dar paso al silencio. Juan de Dios miró el reloj, pensando que debía irse, observó alrededor suyo buscando el mejor lugar para salir hacia el hotel. En aquel momento, con audacia, Alisha le cubrió los ojos con una mano y le dijo con su fuerte acento:

—No pienses en hora, no pienses en mejor camino para ir, piensa solo en aquí, ahora. Eso es esencia de toda espiritualidad. ¿Estás preparado para aprender?

Juan de Dios se serenó y, tras una breve pausa, dijo:

—Lo estoy.

Ella le descubrió los ojos y volvió a ver su rostro, con sus ojos negros como el azabache, pero brillantes como el mismo sol de poniente; y en ellos atisbó el color de las guirnaldas y los pétalos de las flores, el ritmo de los bailes y los brazos tatuados con henna, los animales sagrados y los templos luminosos, las selvas tropicales y las montañas del Himalaya, la meditación más profunda y la compasión sincera. En un instante, Alisha y todo su mundo se ofreció a sus ojos, al mismo tiempo que los labios de ella se elevaban, casi imperceptiblemente.

Juan de Dios la besó.

Y ella notó, en los labios de él, el tacto firme y áspero del compromiso de la cruz; y en sus brazos percibió la determinación de la fe y el sacrificio de la vida entregada, el paciente estudio de la Biblia y el concentrado silencio de las oraciones, los textos de los místicos y la devoción del sencillo, la sabiduría del ascetismo y la celebración del ágape, la fuerza de la esperanza y el éxtasis del amor.

—¿Comprendes ahora? —dijo Alisha.

Juan de Dios sonreía con tanta intensidad que incluso sus palabras le sonaron lejos; sin embargo, quiso tomarse unos segundos para encontrar las palabras de su respuesta:

—Tan profundamente, que ya no necesito comprender.

© Pedro Alcoba González 2021.

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