lunes, 12 de octubre de 2020

¡Anímate, hombre! (Relato)

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    Roberto Sanchidrián era un hombre ocupado. Su profesión, conserje en la Facultad de Farmacia de la Universidad Complutense de Madrid, le dejaba tiempo libre a partir de las tres de la tarde. Pronto, había decidido unirse a una organización solidaria estudiantil que se reunía los lunes y jueves para debatir sobre temas sociales (las más de las veces) y comprometerse con una causa social (las menos). Una estudiante de farmacia llamada Maika, con la que se llevaba muy bien, le había animado a hacerlo, aunque Roberto objetó que tenía diez años más que la mayoría de los miembros.

—¡Anímate, hombre! —le dijo—. Tú eres el conserje más majo, y por las tardes tienes tiempo, ¿no? Lo pasarás bien.

—Pues… no me importa probar—contestó.

Roberto vivía solo, en un piso muy cercano a su madre. Su carácter amable y servicial no tardó en hacerle agradable a los ojos de sus vecinos. Sobre todo, de los mayores, a los que ayudaba a subir la compra. Una señora le fichó, y pronto se unió a un grupo de la parroquia que se dedicaba a hacer compañía a los ancianos los fines de semana. Normalmente, la aportación de tiempo era una tarde semanal, pero Roberto decidió doblarla acompañando a un anciano los sábados y a otro los domingos. Los viernes por la tarde solía ir al gimnasio, pero un día apareció en el tablón un anuncio en el que se pedía gente para introducir las actividades deportivas en los poblados marginales. Uno de sus compañeros de gimnasio estaba metido en ello, y necesitaba alguien que fuera con él los viernes por la tarde, porque para la actividad pedían equipos de dos.

—¡Anímate, hombre! Lo pasarás bien —dijo.

—Pues no me importa probar —fue su respuesta. Así que desplazó el gimnasio a los sábados por la mañana y ocupó las tardes de los viernes en enseñar a unos niños de pocos recursos a organizarse en equipos de fútbol. 

Los viernes y sábados por la noche Roberto los dedicaría a su novia; pero eso sería, claro, si la tuviera. Como no era el caso, se había unido a un grupo de bailes latinos, porque esa habilidad se la había enseñado Lola, su madre, de pequeño (el padre de Roberto los había abandonado siendo él muy niño). Juan, uno de los pocos amigos que Roberto tenía, daba clases de Tai Chi en un centro vecinal de manera voluntaria, y le pidió que hiciera lo propio con la salsa. Como se puede imaginar, Roberto contestó:

—No me importa probar. 

Y dicho y hecho, viernes y sábados por la noche, Roberto se dedicaría a hacer las delicias de las mujeres que acudían a aprender y que no tenían pareja, porque bailaba verdaderamente bien, y nunca se propasaba ni intentaba nada que no fuera bailar. Los martes por la tarde sacaba a pasear a su madre y los domingos por la mañana, cocinaba con ella y después comían juntos. Así que a Roberto solo le quedaba libre el miércoles por la tarde, que iba al cine, en ocasiones, a la Filmoteca Española. Allí fue donde, en una ocasión, entabló conversación en la cola de las entradas con una chica llamada Mariluz, que también acudía sola al cine. Fue ella quien le propuso sentarse juntos, así luego podrían charlar de la película. 

    Mariluz era una chica con pocas amigas, y le gustaba hacer actividades solitarias. Era muy buena lectora, y tenía un montón de hobbies. Le gustaba pintar y hacer artesanías; pero también el aeromodelismo, la espeleología y la montaña. Al salir hablaron de la película (una reposición de "Desayuno con diamantes") largo rato, tomando un café en la barra de un bar cercano. Al salir, Roberto, que había fichado ya la película siguiente del ciclo ("Víctor o Victoria"), hipnotizado por la mirada luminosamente verde de Mariluz,  se armó de valor y le propuso quedar para verla. Ella le dijo que el miércoles siguiente tenía exhibición de aeromodelismo, pero con el dedo de su mano derecha parecía empeñada en hacer uno de sus mechones aún más rizado de lo que era. Parados en una esquina, no sabían muy bien qué hacer.

—Bueno, pues… —empezó a decir Mariluz. Era el preludio de la despedida. Y fue cuando Roberto, que no dejaba de mirar aquel pelo castaño tan rizado y esos ojos verdes llenos de vitalidad, empleó la frase que tantas veces había escuchado:

—¡Anímate, mujer! Te prometo que lo pasarás bien.

Roberto nunca recordaría cuál fue la respuesta de Mariluz, pero lo cierto fue que los miércoles se volverían un centro irradiante para el resto de la semana, que poco a poco fue desplazando en círculos concéntricos las actividades solidarias de Roberto. Mientras se  iba dando de baja de casi todo, comenzaba a pintar, hacer artesanías, se interesaba por la espeleología; y hasta fabricaría, con el tiempo, el primer modelo de avión de aeromodelismo a reacción de Madrid. 

    Porque no le importaba hacerlo… le había dicho a Mariluz.


© Pedro Alcoba González 2020.