viernes, 15 de junio de 2018

Pisadas en la noche (relato)



La sensación de nuestras pisadas sobre las calles empedradas de una ciudad de provincias nos acompañaba casi todo el tiempo que salíamos juntos. Éramos tan solo una cuadrilla de chicos y chicas que potencialmente podían serlo todo, pero que no eran apenas nada, cuando caminábamos. Apenas cinco chicos y cinco chicas, compartiendo sueños y anhelos, esperanzas, proyectos.
Recuerdo cómo me gustaban un par de chicas del grupo, y cómo me esforzaba por disimularlo. No era raro que me quedara hasta tarde con Yolanda,  a la que me unía cierta inquietud literaria y gusto por escribir. Ninguno de los dos prosperaba muchísimo en ese camino, pero ella además quería viajar. Yo hubiera querido hacerlo con ella también, pero quién  nos iba a decir que tiempo más tarde nuestros caminos se separarían. 
Yolanda se emparejó con Juan, un chico despreocupado y fuerte, con un punto de ilusión y afán de descubrimiento y aventura como ella. Yo me pasaría cinco años estudiando, mientras el salto a la vida laboral se demoraba más y más, sin lograr encontrar un lugar en el mundo, mientras ellos se esforzaban por viajar con pocos medios. Todavía me faltaba lo mejor por llegar cuando ellos estaban ya en un punto culminante de su camino.



Pero me precipito. Cuando aún Yolanda no había hecho su elección en el grupo, nos mirábamos, no puedo describirlo con otro verbo más apropiado. Ella  admiraba mis capacidades creativas, y yo contemplaba su belleza e inteligencia; y la atracción revoloteaba en torno a nosotros como una mariposa que no quiere detenerse. Me faltaba mucho por descubrir que el deseo es una bestia infame que nunca se sacia y te lleva de un lugar a otro, esclavizándote como se esclaviza a un animal dejándole sin agua ni alimento. Aquellas noches en que paseábamos por el río, por las calles solitarias de la ciudad, oyendo el eco de nuestras propias pisadas.
Yo contemplaba sus piernas largas y sus pies enfundados en sandalias, sus manos finas y bellas y su piel aceitunada. Me gustaba su forma de mirarme porque revelaba que era inteligente. Entonces no sabía cuánto me atraía,  y cómo aquella atracción iba a disparar la disolución de nuestra buena concordia. 
Hoy, cuando escribo esto, siento que no puedo dejar de llevarme por la melancolía, ese poderoso sentimiento que bebe de la pérdida. No acepto este recuerdo, los recuerdos se tiñen de un color u otro según nos sintamos mejor o peor, según el relato que nos contamos en la actualidad sea más o menos favorable. 
Pero todavía siento la plaza de la ciudad vieja bajo mis pies, y nosotros, esa pequeña cuadrilla, caminando de un lado a otro mientras conversamos, mientras bromeamos unos con otros, nos perseguimos, nos cazamos. Sin abrazarnos nunca, besándonos apenas, solo ilusionándonos tanto unos con otros como con nuestra esperanza de futuro. 
Recuerdo cómo me acerqué al portal de Yolanda, cómo nos sentamos en las escaleras y hablamos del futuro.  Cómo admiré su pelo rubio, su cuerpo delgado y esbelto. Su manera elegante de  hablar, su inteligencia. Desde entonces he sabido que las mujeres inteligentes valen más que las simplemente bellas, pero que son invisibles a nosotros si  no se acompañan de cierta belleza. Yolanda era inteligente y era bella. Me miraba con sus ojos avellana mientras me explicaba una cosa u otra. A mí me gustaba lo que me contaba, cómo divagaba de literatura, pero me gustaba más contemplar sus ojos ensoñadores.    
Meses más tarde, en una acampada en tienda, Yolanda se tendió de espaldas a mí y me propuso que le diera un masaje. Contemplé su espalda casi desnuda, desnuda al fin del todo cuando se desabrochó el cierre del sujetador. Me gustaba sentir mis manos sobre su piel, recorrerla de arriba abajo. Mi impericia no era un obstáculo para que ella sintiera mi contacto y yo el suyo. La sensación de acariciarla, en mi adolescencia, era como un sueño hecho realidad. Coger su cabeza incluso en mis manos, que sabía inteligente, acariciar su pelo, tocar su piel, sentir su olor. Creo que nunca un contacto tan breve ha producido en todos los poros de mi piel tal intensidad. 
Dejé de ver a Yolanda cuando vine a Madrid. Su relación con Juan la hizo inaccesible para mí. Tratamos de seguir siendo amigos, pero inevitablemente nos distanciamos. Se casaron  poco después, y por supuesto no les volví a ver más que en su boda. A partir de entonces el grupo de mi adolescencia estalló en mil pedazos.  Ya nunca volvería a tener aquella inocencia, ya nunca volvería a creer que existía un futuro feliz, una arcadia dorada, en que todos los sueños podían volverse realidad. Ya nunca creería en el futuro con tanta intensidad, porque a partir de un momento de mi vida el futuro y el pasado alcanzarían un raro equilibrio.
Creo, que como en la vida de muchas personas, la madurez marcó el final de todos los futuros posibles y el comienzo de un único futuro realista, pero no exento de ilusión y proyectos. 
Pero, hoy todavía, he elegido transitar entre recuerdos, en aquellos que han tejido mi presente –que entonces era mi futuro-, aquellos hechos que me han conformado, y que aún crepitan en un rincón oscuro de mi ya maduro corazón. 

© Pedro Alcoba González 2018, excepto la imagen que acompaña el relato.