lunes, 12 de octubre de 2020

¡Anímate, hombre! (Relato)

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    Roberto Sanchidrián era un hombre ocupado. Su profesión, conserje en la Facultad de Farmacia de la Universidad Complutense de Madrid, le dejaba tiempo libre a partir de las tres de la tarde. Pronto, había decidido unirse a una organización solidaria estudiantil que se reunía los lunes y jueves para debatir sobre temas sociales (las más de las veces) y comprometerse con una causa social (las menos). Una estudiante de farmacia llamada Maika, con la que se llevaba muy bien, le había animado a hacerlo, aunque Roberto objetó que tenía diez años más que la mayoría de los miembros.

—¡Anímate, hombre! —le dijo—. Tú eres el conserje más majo, y por las tardes tienes tiempo, ¿no? Lo pasarás bien.

—Pues… no me importa probar—contestó.

Roberto vivía solo, en un piso muy cercano a su madre. Su carácter amable y servicial no tardó en hacerle agradable a los ojos de sus vecinos. Sobre todo, de los mayores, a los que ayudaba a subir la compra. Una señora le fichó, y pronto se unió a un grupo de la parroquia que se dedicaba a hacer compañía a los ancianos los fines de semana. Normalmente, la aportación de tiempo era una tarde semanal, pero Roberto decidió doblarla acompañando a un anciano los sábados y a otro los domingos. Los viernes por la tarde solía ir al gimnasio, pero un día apareció en el tablón un anuncio en el que se pedía gente para introducir las actividades deportivas en los poblados marginales. Uno de sus compañeros de gimnasio estaba metido en ello, y necesitaba alguien que fuera con él los viernes por la tarde, porque para la actividad pedían equipos de dos.

—¡Anímate, hombre! Lo pasarás bien —dijo.

—Pues no me importa probar —fue su respuesta. Así que desplazó el gimnasio a los sábados por la mañana y ocupó las tardes de los viernes en enseñar a unos niños de pocos recursos a organizarse en equipos de fútbol. 

Los viernes y sábados por la noche Roberto los dedicaría a su novia; pero eso sería, claro, si la tuviera. Como no era el caso, se había unido a un grupo de bailes latinos, porque esa habilidad se la había enseñado Lola, su madre, de pequeño (el padre de Roberto los había abandonado siendo él muy niño). Juan, uno de los pocos amigos que Roberto tenía, daba clases de Tai Chi en un centro vecinal de manera voluntaria, y le pidió que hiciera lo propio con la salsa. Como se puede imaginar, Roberto contestó:

—No me importa probar. 

Y dicho y hecho, viernes y sábados por la noche, Roberto se dedicaría a hacer las delicias de las mujeres que acudían a aprender y que no tenían pareja, porque bailaba verdaderamente bien, y nunca se propasaba ni intentaba nada que no fuera bailar. Los martes por la tarde sacaba a pasear a su madre y los domingos por la mañana, cocinaba con ella y después comían juntos. Así que a Roberto solo le quedaba libre el miércoles por la tarde, que iba al cine, en ocasiones, a la Filmoteca Española. Allí fue donde, en una ocasión, entabló conversación en la cola de las entradas con una chica llamada Mariluz, que también acudía sola al cine. Fue ella quien le propuso sentarse juntos, así luego podrían charlar de la película. 

    Mariluz era una chica con pocas amigas, y le gustaba hacer actividades solitarias. Era muy buena lectora, y tenía un montón de hobbies. Le gustaba pintar y hacer artesanías; pero también el aeromodelismo, la espeleología y la montaña. Al salir hablaron de la película (una reposición de "Desayuno con diamantes") largo rato, tomando un café en la barra de un bar cercano. Al salir, Roberto, que había fichado ya la película siguiente del ciclo ("Víctor o Victoria"), hipnotizado por la mirada luminosamente verde de Mariluz,  se armó de valor y le propuso quedar para verla. Ella le dijo que el miércoles siguiente tenía exhibición de aeromodelismo, pero con el dedo de su mano derecha parecía empeñada en hacer uno de sus mechones aún más rizado de lo que era. Parados en una esquina, no sabían muy bien qué hacer.

—Bueno, pues… —empezó a decir Mariluz. Era el preludio de la despedida. Y fue cuando Roberto, que no dejaba de mirar aquel pelo castaño tan rizado y esos ojos verdes llenos de vitalidad, empleó la frase que tantas veces había escuchado:

—¡Anímate, mujer! Te prometo que lo pasarás bien.

Roberto nunca recordaría cuál fue la respuesta de Mariluz, pero lo cierto fue que los miércoles se volverían un centro irradiante para el resto de la semana, que poco a poco fue desplazando en círculos concéntricos las actividades solidarias de Roberto. Mientras se  iba dando de baja de casi todo, comenzaba a pintar, hacer artesanías, se interesaba por la espeleología; y hasta fabricaría, con el tiempo, el primer modelo de avión de aeromodelismo a reacción de Madrid. 

    Porque no le importaba hacerlo… le había dicho a Mariluz.


© Pedro Alcoba González 2020.

martes, 1 de septiembre de 2020

La génera de los palabros (relato)

            Se abolieron definitivamente las géneras en los palabros. Se decidió que la distinción sexual alcanzaba solo a los personos. Solo los personos, que son iguales en dignidad y gobierno, tienen génera. Asignar géneras a los palabros puede resultar discriminatorio. Los palabros no tienen génera, se puede elegir según la intencionalidad de la escritora, y por tanto nunca ofenderán a los hombres, las mujeres, ni a los neutros.

            De ahí en adelante, dio igual la génera original de los palabros. Según fuera el sentir o la matiza que quisiera dar cada cuál, los palabros fueron masculinos o femeninas. Si el poeta lo decidía, podía “escribir las versas más tristes este noche”. Si lo quería la matemática, podía decir que “la suma de los cuadrados de las catetas era igual al cuadrado del hipotenuso”. La posible discriminación para la colectiva femenina que suponía el hecho de que las catetas, con génera femenina, fueran más cortas –en diversas significadas- que el hipotenuso, con género masculino, quedó sin efecto, una vez aceptada la plena libertad para asignar géneras a los palabros. El político podía decir que “se iban a implantar medidos para corregir el tendencio a despedir a las trabajadoras eventuales”.

            De ahí en adelante, la autora fue quien decidió la génera de los palabros. Hubo escritores femeninas y escritoras masculinos, según tendieran a utilizar más un génera u otra, como los hubo neutros, con un justo equilibrio de las géneras, pero sin que eso sigificara asignar las géneras según las reglas del antiguo Gramático. Cada cual utilizó las géneras a su antojo, y al desligar de este modo los palabros de la diferenciación sexual de los personos, la discriminación sexista del lenguajo dejó de existir, todas las ciudadanas llegaron a un consenso, los colectivos reivindicativos masculinos, femeninas, neutros y transgénera se sintieron satisfechos. El lenguajo se liberó del género, se transformó radicalmente, fue una auténtica revoluciona.

            De ahí en adelante, el lenguajo fue lo que todos y cada una de los colectivos reivindicativos querían: un auténtico mierdo.

© Pedro Alcoba González 2020.

miércoles, 1 de julio de 2020

21 gramos: el equilibrio inestable de la narración posmoderna

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La película se abre con una escena de cama. El sol ilumina un lecho en el que acaba de pasar algo entre dos de las protagonistas. Pronto, sin embargo, vemos al protagonista intubado en un hospital, y aparentemente al borde de la muerte, y un poco más adelante arrastra una bombona de oxígeno por su casa, siendo ayudado por otra mujer diferente a la de la primera escena. Otro de los protagonistas alecciona a un joven sobre la importancia de seguir el camino recto de Jesús. Poco después, vemos al mismo protagonista con otro corte de pelo y mucho más desaliñado trabajando en una obra… La mujer que hemos visto en la primera escena está en un grupo de autoayuda, pero pronto descubriremos que tiene un marido —un hombre diferente al de la primera escena, y dos hijas—. ¿Tiene un amante? 

 Poco a poco el confuso espectador se va abriendo camino en una historia increíble, que solo al final de la película podremos reconstruir en su totalidad. Porque Guillermo Arriaga ha optado por dislocar la estructura al estilo de Tarantino en Pulp Fiction, la ha roto en fragmentos de cuyo orden dispone a su antojo, y le toca al espectador ordenarlos y rellenar los huecos que faltan. Un hombre contempla pensativo a una mujer, después de hacer el amor. En 21 gramos es como si todo hubiera sucedido después. Después de una operación, después de un aborto, después de un accidente.  Quizá la única escena de verdadero calado que vemos, por sus consecuencias, es la del hombre y la mujer del comienzo haciendo el amor (esto no se nos hurta). Porque, como en muchos casos en la narración moderna, se eluden lo acontecimientos principales (la operación, el aborto, el accidente). Sin embargo, el espectador no lo echa en falta. Es una película que apela más a la reflexión que a dejarse llevar, se exige una postura activa, como su misma forma de narrar pide. No tanto los momentos críticos o inesperados, como sus consecuencias y lo que supone vivir con ellas. No obstante, intentemos reconstruir algo de la historia:

Paul Travers  (Sean Penn) está enfermo del corazón y está en lista de espera para recibir una donación de órganos. mientras su pareja Mary (Charlotte Gainsbourg) trata de ayudarle y no dejarle caer en la desesperación. Por otro lado,   Jack (Benicio del Toro) es un converso que fundamenta su vida en la religión cristiana, después de un pasado turbulento, aunque sus métodos para evangelizar a otros son poco ortodoxos. Por último, Cristina (Naomi Watts) es una mujer a la que suponemos una seria adicción en el pasado que vive ahora, felizmente casada y con dos hijas, una vida estable y confortable. Pronto, el azar fortuito va a unir las vidas de estos tres personajes, y el empeño de uno de ellos va a hacer que el cruce de los personajes no sea una mera coincidencia, sino que los acontecimientos van a ser forzados para que los sucesos fortuitos liguen a los tres protagonistas en una encrucijada de emociones, vínculos y decisiones de la que va a ser muy difícil salir. 
(Advertencia: Si bien se han omitido deliberadamente detalles argumentales hasta ahora, no prometo nada a partir de este momento, por lo que recomiendo haber visto la película para seguir leyendo)

Naomi Watts es Cristina

 Cuando llevamos apenas 15 minutos de película, la violencia que conocíamos en el director Alejandro González Iñarritu y el guionista Guillermo Arriaga en su anterior película (Amores Perros)  hace de nuevo su entrada y vemos a Paul  lleno de sangre mientras una asustada Cristina (cuyo vínculo aún no conocemos) le trata de ayudar como si él fuera lo más importante de su vida. En la escena siguiente, bien vestido y aparentemente lleno de salud curiosea los alrededores de la vida de Cristina.  A esas alturas ya nos habremos dado cuenta de que 21 gramos tiene una historia lógica, pero el guionista ha optado por saltar continuamente de unos momentos temporales a otros. Tres personajes aparentemente sin relación en unas escenas tienen sólidos vínculos en otras. No será hasta el minuto 25 que descubriremos que la tragedia de un terrible accidente cruza las vidas de las tres personas y 5 minutos más tarde nos enteramos que es Jack el que lo ha causado. A partir de ahí podemos ordenar las vidas de estos tres personajes entre antes de ese accidente y después. Los autores de esta terrible historia no nos hurtan la tragedia de la muerte de un hombre, y las difíciles decisiones que hay que tomar en esas circunstancias. 

A partir de ese momento empieza el después. Para Jack, después de un acontecimiento que ha truncado su nueva vida de converso. Para Cristina, después de que el centro sobre el que gravitaba su vida desapareciera. Y para Paul, al fin, después de que tenga una segunda oportunidad para vivir. A partir de ese momento, será este personaje el que remueva cielo y tierra para unir destinos que deberían haber estado separados. Y lo increíble es que, en una situación claramente marcada por el azar, surge un vínculo poderoso entre dos personajes, más si cabe que el que tenían cada uno de ellos con sus respectivas parejas.

Sean Penn es Paul Travers en la película

Si visionáramos la película como una historia convencional, podríamos describirla como la historia de dos personas que se han recuperado de un pasado equivocado, y a los que la mala fortuna devuelve a un camino del que esperaban haber salido (la cárcel para Jack, la droga para Cristina). Pero en 21 gramos hay algo más, el hecho de que todo acontecimiento puede tener otra cara, que aquello que parece a todas luces malo (y lo es) no tiene por qué serlo del todo. Paul aparece en las vidas de Cristina y Jack y de manera inconsciente les hace ahondar en un vínculo que se creó de una manera azarosa, y tratar de resolver de algún modo la situación.  Hay un momento terrible en la película, exactamente en el funeral de la familia de Cristina, en que su padre intenta consolarle “Cariño, la vida continúa”, y ella le responde algo que debe pasar por la mente de todo el que pierde a un ser querido “No, eso es mentira. La vida no sigue como si nada…” Por eso hay algo intenso que debe pasar en sus vidas, para que puedan seguir con ellas.

Las vidas de Jack, Paul y Cristina no siguen como si nada. El mundo moral de Jack se ha derrumbado, en la historia de pareja de Paul solo quedan cenizas, y la vida de Cristina es imposible que siga igual. Lo asombroso de la historia de Arriaga es que el espectador pueda llegar a comprender la relación de Paul y Cristina, cuando resulta ilegal lo que hace Paul y en cierto modo es inmoral. Sin embargo, relaciones más complejas se han visto en la vida real, y por eso la historia de Arriaga es tan brutalmente realista. Tanto, que no nos sorprende que de una encrucijada terrible en tres vidas diferentes, salga una nueva vida.  Cuando llevamos más de una hora y media (exactamente 1:38:24) volvemos a la misma escena del comienzo. Paul contempla a Cristina. 

 [un mucho más exhaustivo análisis de los planos en este interesante estudio de Alejandro Rodríguez Chiappacase]

Los únicos acontecimientos en los que se reconstruye el orden lógico en la historia son los últimos diez minutos de la película. El paso de la vida a la muerte (los 21 gramos que perdemos), pero también de la muerte a la vida es lo que se impone. Y entonces entendemos no solo toda la historia, sino también lo que está por debajo: el valor de una vida  y el sentido que le podemos dar, lo que a tan alto precio han tenido que pagar Jack y Cristina para aprende y lo único que Paul, quizá, sepa de verdad.

Hay que reivindicar el importante papel que juega
 el guionista Guillermo Arriaga en la concepción de la película


Me gustaría destacar la asombrosa dirección de Iñarritu, que encuentra el tono justo para dirigir a los actores y elegir el momento donde terminan las escenas, esa maestría que demostró con creces también posteriormente; y también una de las fotografías más adecuadas que he visto, en la que en todo momento parecemos percibir lo fugaz que es todo, con esos planos bañados de luz natural tan intensa, que en cualquier momento parece querer abrasar la escena y los personajes. Un código sabiamente utilizado para iluminar a un personajes que está entre la vida y la muerte (Paul). Y sería absurdo negar la maestría interpretativa de Sean Penn, con capacidad para encarnar a un enfermo terminal, un moribundo y un hombre enamorado, y de Naomi Watts, que compone una Mary relajada en unas escenas, continuamente al borde del colapso nervioso en otras, y totalmente desesperada en las más intensas. También Benicio del Toro imprime intensidad a su atormentado personaje. En una película con una historia  tan desordenada como esta se ve claramente la versatilidad que necesita un actor, no solo para interpretar a diversos personajes, sino también los diversos estados por los que pasa un personaje.

Sin embargo, si en Amores Perros (2000) no está tan claro, creo que en 21 gramos la película pertenece sobre todo al inmenso guionista que se revela Guillermo Arriaga, no solo al conseguir narrar una historia excepcional, sino al encontrar una forma original de contarla sin que el espectador se pierda del todo, a pesar de su complejidad. Si bien Alejandro González Iñarritu tocaría más adelante la gloria con la exuberancia formal Birdman (2015) o la grandeza y ambición  como cineasta de El renacido (2016), fueron probablemente sus primeras películas con Arriaga las que le dieron su mayor equilibrio como contador de historias, como demuestra a las claras 21 gramos.

© Pedro Alcoba González 2020.

viernes, 24 de abril de 2020

Parásitos ha abierto paso a un nuevo concepto de cine mundial



Parásitos (Bong Joon-ho, 2019), llamó la atención del público mucho más de lo que lo había hecho anteriormente, al hacerse con  cuatro Oscars principales en 2020, incluyendo mejor película. Anteriormente había logrado la Palma de oro en Cannes, y un Globo de oro, siendo nominado a otros dos. Pero es sabido que el gran público se mueve sobre todo por los premios de la meca del cine, y no fue hasta que consiguió el Oscar más importante, que el público acudió en masa a ver esta película brillante y original, muy diferente a la mayoría de los filmes que se ven en nuestras pantallas. 

Para empezar, la película plantea un contraste entre dos familias, sirviéndose de los espacios para  colocar a los Park en una esplendorosa y luminosa casa, mientras los Kim viven prácticamente en el subsuelo. (El valor metafórico de este contraste, pues muchos parásitos se esconden debajo de las piedras, o bajo el suelo, en el que se ahondará durante la película, ya es deslumbrante). La historia sigue apretando las tuercas de la pobreza cuando los Kim aceptan trabajos precarios y también que gaseen su domicilio, para librarse de las chinches.  A partir de que el amigo adinerado de Ki-woo, el hijo de la familia, le ofrece las clases particulares en casa de los Park (aparte de regalarle la piedra de erudito, que cobrará valor dramático durante la película), se produce una conexión entre dos mundos que en circunstancias normales no deberían estar conectados. Gracias al ingenio sobre todo de Ki-woo y su hermana Ki-jeong, la familia va introduciéndose en el mundo de los Park, poco a poco, trabajando para ellos con identidades falsas. A medida que va avanzando la trama, el guión va intensificando dramáticamente la situación, produciendo cada vez una tensión mayor entre la familia rica y la pobre. La primera, totalmente ignorante, y la segunda, consciente de todo. A partir aproximadamente de la mitad de la película el guión tiene un revés asombroso, que descoloca  y deslumbra al espectador, y a partir de ahí no deja de subir dramáticamente hasta el único final coherente y al mismo tiempo inesperado. Para no desvelar elementos argumentales, dejaremos ahí nuestra revisión de la trama, pues una de las mayores bazas de la historia es un guión absolutamente brillante.

Hay muchas cosas que decir de  Parásitos. La primera, y obvia, es que Hollywood por fin se ha rendido a los cines periféricos a los Estados Unidos. Se resistieron al no conceder a Roma (Alfonso Cuarón, 2018) el Oscar a la mejor película el año anterior, pero sin duda influyó el hecho de que fuera una producción de Netflix, como hemos dicho con anterioridad. Sin embargo, uno de los jurados cinematográficos más conservadores, no ha podido sustraerse a reconocer los valores del guión, la dirección y el montaje, entre otros, de la producción surcoreana.

¿Qué contiene Parásitos para ser una película tan lograda? 

Un guion magistral

Primeramente, es evidente lo acertado del guion de Bong Joon-ho y Han Jin-won. No solo porque tenga una idea original y brillante (la introducción de una familia tremendamente pobre en el universo de una tremendamente rica), narrada de manera verosímil, mediante el ingenio de los pobres para robar a los ricos. Tampoco porque el diseño de personajes sea realista, con un casting muy acertado (quien dijo que para los occidentales todos los asiáticos se parecen no ha visto esta película). Parásitos es una obra maestra porque el director no se conforma con tener una idea magistral, sino que además le saca todo el partido posible. La progresión dramática, tras un tramo inicial en el que sentando las bases de lo que desarrollará luego,  va in crescendo sin dar tregua al espectador.   Desliza elementos narrativos que siembra en el primer tramo de la película  (la piedra de erudito,  o el detalle del olor de la familia, que capta el hijo menor, Da-song, o la misma “enfermedad” de este), para recuperarlos dramáticamente en el segundo tramo.  También los diálogos, esenciales para un buen guion, están muy cuidados, y de ellos dan buena muestra las conversaciones entre Ki-jeong, haciéndose pasar por una especialista en arte, con la señora Park, son casi de comedia, mientras que los que tiene Ki-taek, en su papel de chófer, con el señor Park, merecen figurar en una antología de escenas sobre diferencias sociales.  

Pero, no contento con eso, el director guarda otra sorpresa que levanta la historia a la mitad de la película, cuando la mente del espectador ya se ha hecho a la idea narrativa (una historia de ricos y pobres), dando una vuelta de tuerca inesperada, que logrará resolver con acierto en el último tercio del film. Manejar todos los personajes de que dispone en el tablero, y darles una salida coherente -e inesperada en algunos casos-, no es solo obra de un guionista brillante, es también magistral por el trabajo al que se ha sometido al guion.

El director coreano Bong Joon-ho


Una dirección brillante

Pero habría que detenerse también un poco en la realización de la película. Ahí es donde Bong Joon-ho se revela como un director de talento. Cómo elige el punto de vista de la cámara, cómo utiliza la focalización de los móviles, por ejemplo, en la escena en la que un borracho se orina frente a la casa de los Kim, y cómo la cámara muestra en planos abiertos la mansión de los Park, para acentuar el contraste con los espacios claustrofóbicos y saturados en lso que viven los Kim, nos hablaría ya de un director con oficio. Pero además, cuando debe resolver como si fuera una película de intriga la trama que urde la familia para deshacerse de uno de los sirvientes de la familia Park, lo hace también con acierto. A medida que va avanzando la película, vemos que los detalles gestuales de los actores, cómo se tocan y cómo (¡qué hallazgo!) se huelen, son totalmente significantes. La interpretación está a la altura en el cuadro actoral, y sobre todo están en perfecta sintonía. Nos creemos tanto a los sofisticados Park y sus amigos, como a los humildes y paupérrimos Kim. Bong Joon-ho resuelve bien desde una simple conversación en plano-contraplano, hasta la locura que emerge en alguno de los personajes a lo largo de la película, y muestra por fin su maestría para manejar masas de actores y hacerlo de manera creíble (un desafío para un director) en el último tramo de la película. 

El elefante en la habitación

Por último, destaquemos la relevancia de Parásitos en nuestro momento actual. Quizá la película no hubiera logrado el mismo impacto, si no metiera el dedo en la llaga de la situación que vive el mundo vive a nivel global. Un país occidentalizado como Corea del sur, aunque esté en el lado del mundo asiático, es también presa de la desigualdad que el capitalismo desbocado ha provocado en la sociedad. Y como es algo que reconocemos también en los países occidentales. Según el índice de Gini, que representa con 0 la equidad perfecta en el reparto de ingresos y gastos en individuos en un país y 100 la inequidad máxima,  en los últimos diez años, muchos  países  —incluidos los EE.UU., que están por encima de 40— mientras que ninguno logra estar por debajo de 25.  A pesar de que hay enormes riquezas en muchos países, grandes masas de población viven en la miseria, no digamos ya a nivel de contraste entre unos países y otros. Por eso, a pesar de que la humanidad ha evolucionado en muchísimos campos (sanitario, tecnológico, científico,…), la desigualdad sigue siendo un tema tan actual como en la época feudal. No solo eso, las crisis económicas recientes del capitalismo han acentuado aún más la desigualdad.  El cine norteamericano, fabricado en una sociedad  basada en el éxito como uno de sus valores paradigmáticos, lo tenía más difícil para hacer una obra maestra con este mismo tema. Si bien su cine se ha ocupado de la pobreza en otros países, a Hollywood le ha costado mirar en su propio patio trasero para mostrar la desigualdad social, porque uno de los  principios de su sociedad es que cualquiera puede cambiar de clase social, con el empeño y el talento suficiente. La desigualdad social ha sido siempre para el cine de Hollywood el elefante en la habitación al que rara vez se señala. Y Parásitos es la prueba de que el cine de ninguna cinematografía, por potente que esta sea, es suficiente para mostrar la realidad del mundo complejo que vivimos. Y por eso abre paso a un nuevo concepto de cine mundial.

Narrando la historia de estas dos familias, los Kim y los Park, de manera tan magistral como lo han hecho, los artífices de Parásitos han puesto en primer plano un tema urgente e importante, como lo hizo el Neorrealismo Italiano en los cuarenta con el fascismo, el cine clásico de Hollywood con la corrupción en los cincuenta, o en nuestro país el cine de Buñuel, Berlanga o Bardem con la hipocresía de los distintos tipos de burguesía (por cierto, podemos situar a la genial Plácido -Luis García Berlanga, 1961- como una película que trata la misma temática, en otra época y contexto).  

En definitiva, Parásitos es una película con un guion magistral, una dirección brillante, y unos actores en perfecta sintonía, al servicio de una historia que da en la diana con uno de los temas críticos de nuestros tiempos. Y ha logrado invertir el etnocentrismo de los norteamericanos a la hora de valorar el cine mundial, sentando las bases para una producción cinematográfica cada vez más global y descentralizada. 

Ineludible, no solo para comprender nuestra sociedad, sino también la evolución del cine de las próximas décadas.


© Pedro Alcoba González 2020.