lunes, 25 de julio de 2022

El día que todo se fue al carajo

(relato conjugado en pasado

y ambientado en el futuro)


Nunca fui una persona de cultura, ni un hombre sensato y prudente. Mis padres me educaron lo mejor que pudieron, como a muchos, en el refugio antinuclear llamado Arcadia. Pero no había mucha cultura en Arcadia, ni mucho espacio para la sensatez y la prudencia. La prudencia es un lujo que te permites cuando eres libre de comportarte como un bala perdida. Pero aquel refugio, donde vinieron a juntarse lo que quedaba de los hombres y mujeres del sur de Europa tras las primeras bombas, ni siquiera daba una opción. Había que sobrevivir, y punto. No salir nunca, comer la mierda de comida que se podía generar bajo tierra y, eso sí, acostarse unos con otros como locos.  Porque, como la media de esperanza de vida de la población había bajado bastante, mis padres y el resto de supervivientes eran muy jóvenes. Los viejos habían palmado en los primeros días de la guerra y no había nadie para advertirte, contarte su experiencia ni aconsejarte respecto a nada, que era lo que los viejos solían hacer, según me habían contado mis padres. 

Yo fui uno de los niños del refugio, como nos llamaron más tarde, pero debo decir que no es del todo cierto, porque en realidad yo tenía un año cuando mis padres entraron en el refugio, en 2041. En realidad, había nacido fuera. Pero, como a muchos bebés, me metieron en el mismo saco que los que habían nacido dentro.

Llegué a la mayoría de edad en Arcadia y, cuando los científicos desarrollaron la forma de salir al exterior, un par de décadas más tarde de la guerra, estaba ya bastante bregado en la movida postnuclear. El mundo había cambiado, pero los mismos hijos de puta que habían producido el peor error de la humanidad del último siglo seguían ahí. 

Entendedme, si alguno de los que me leéis habéis vivido antes de la guerra, comprendo que desde entonces todo os parezca el mismo zurullo; pero en mi caso, siempre ha habido excrementos de distintas calidades.

Cuando cumplí los treinta, el mundo no estaba mal, al menos para mi generación. Había zonas poco afectados por la radiación y otras más. Arcadia era un término medio, no se estaba mal. Había comida y bebida en abundancia, y la red informática se había restablecido, incluso los contenidos de ficción se habían restablecido, y había series que no estaban mal. Mis padres siempre decían que no tenían nada que ver con lo de antes de la guerra, pero… ¿Qué mas nos daba a nosotros? Nos servían para evadirnos, al igual que la poca droga que circulaba, hasta la gran prohibición. 

Porque los hijos de puta de los que he hablado antes, es decir, los dirigentes políticos, se las arreglaron para evolucionar y vender la misma mierda con un collar distinto después de la guerra. Una vez convencida la gente de que la coalición gobernante estaba por la supervivencia del planeta, la ecología y la sostenibilidad, empezaron a prohibir como locos. Pero seguramente me estoy adelantando ...

Yo tenía una tía que había vivido siempre en Marruecos, país que no se había visto apenas afectado por la radiación, pero que mantenía la nacionalidad española —cuando aún existían los estados nación—. Así que la mujer vivió la guerra y la postguerra como una privilegiada, desde su casa en Marrakech. De hecho, no podía creerse apenas lo que mis padres le contaban  por videollamada desde el refugio, cuando yo era niño. 

Yo siempre tuve una buena relación con ella. Entendedme, no era el típico rollo tía-sobrino edulcorado y cargante. No, de verdad sentía que mi tía se preocupaba por mí, y quería que yo no lo pasara tan mal como otros críos, que no conocían nada más que aquel agujero infecto en el que pasamos nuestra infancia. 

Cuando la coalición ecologista y neovegana empezó a gobernar, mi tía estaba como loca de contenta, porque ella era vegana hacía mucho tiempo, y le pareció un buen momento para volver a lo que ella llamaba España, ahora nada más que la provincia de Arcadia dentro del Gobierno del Sur. Ella tenía aquella nacionalidad, y conforme pasaban los años y el gobierno le habían ido cambiando su pasaporte, así que ahora era una ciudadana suderopea y estaba legitimada para volver cuando quisiera. Estuvimos juntos un par de años, entre 2068 y 2070, o algo así. Lo recuerdo bien porque ella llegó prácticamente a la vez que alcanzó el poder la coalición que sigue gobernando desde entonces.

Cuando cumplió sesenta años, y yo treinta, le pareció que era un buen momento para llevarme de viaje por lo que ella llamaba países, las distintas zonas en las que se dividía el Gobierno del Sur. Aunque muchas ciudades habían sido arrasadas, otras como París o Nueva Berlín conservaban su nombre, o algo parecido. Y por supuesto estaban las ciudades italianas que, aparte de la radiación, se mantenían bastante bien.

Así que iniciamos una gira por las distintas ciudades. Mi tía estaba bastante bien de energía para su edad y lo organizó todo para que yo conociera lo que había más allá del conglomerado urbano en que se había convertido Arcadia.

El viaje fue bastante bien mientras nos movimos por el norte, la zona del Gobierno tecnócrata algorítmico del Centro; allí no tenían la misma gentuza que nosotros en el poder.  Pero cuando llegamos a Italia las cosas cambiaron. Empezamos a percibirlo porque no nos dejaban beber alcohol en ningún lado, la prohibición estaba vigente desde el año anterior. A nuestro Gobierno de mierda se le había ocurrido que era una manera de proteger a la población de sus efectos, en aras de defender la sacrosanta causa de la salud, uno más de los falsos ideales que enarbolaban, junto con la ecología y el neoveganismo.

Cuando desayunábamos un día, en un hermoso hotel situado en la costa de Nápoles, mi tía  tuvo la idea de guardarse un bollo de pan, una fruta y un sobre de azúcar. Yo la advertí que que no lo hiciera, pero ella se ahuecó su pelo canoso, me guiñó uno de sus ojos verdes y dijo:

—No hay ningún problema, ya verás, he hecho esto toda la vida. 

—Pero están restringiendo el azúcar, no me sorprendería que lo prohibieran también.

—¿Prohibir el azúcar? ¡Qué tontería! ¿A quién iba a hacerle daño eso?

—Hay gente a la que no le viene bien —dije. Aunque no lo creáis, había leído sobre el tema. Luego susurré—: Pero ya sabes que no es cuestión de eso, simplemente quieren tener cada vez más control. 

—No te preocupes —me dijo sonriendo—, ya verás como tu tía lo saca del comedor.

Cuando acabamos de desayunar nos dirigimos a la puerta y allí nos esperaban dos hombres vestidos de negro, acompañando a una de las camareras.

—Señora, debe vaciar el bolso aquí —dijo la camarera, que intentaba ser firme, pero no podía evitar ser amable, como había sido al servirnos la mesa.

—Pero, ¿por qué? No tengo ninguna sustancia ilegal —dijo mi tía, mientras me miraba, todavía sonriente.

—Debe vaciar lo que ha cogido del comedor, señora, por favor —volvió a decir la camarera, con un matiz de preocupación que me alertó de veras.

—Le vuelvo a repetir que … —dijo mi tía, poniéndose seria también.

En aquel momento intervino uno de los hombres de negro.

—¡Ya está bien! —. La cogió del brazo mientras el otro hombre la quitaba el bolso, lo abría, y volcaba su contenido sobre la mesa: una cartera, unos clínex, pastillas para la tensión y otras cosas que pertenecían a la intimidad de mi tía, junto con un puto bollo de pan, una fruta y el maldito azúcar.

—¡Oiga, déjela en paz! —no pude evitar decir, y me traté de interponer.

En aquel momento, el otro hombre se dirigió hacia mí y me dijo con tanta rapidez como frialdad.

—Esta mujer acaba de cometer un delito, si trata usted de defenderla, le acusaremos como cómplice.

—¿Un delito? —dijo mi pobre tía, que lo había oído —Pero yo no he hecho nada... ¿Qué quiere decir con delito?

El hombre se volvió hacia ella.

—El azúcar está reservado a los diabéticos con déficit de glucosa, está muy claro en el cartel que ponía en la mesa.

—Sí, lo vi, pero pensé que no habría problema con un sobre, siempre me ha gustado el azúcar y …

—No podía hacerlo. Estaba muy claro en el cartel. Debe acompañarnos, señora —volvió a decir el hombre que la sujetaba.

Mi tía me miraba con confusión.

—Pero, toda la vida he cogido alguna cosa del desayuno y nunca… —decía con el rostro totalmente desencajado, simplemente no podía comprenderlo. Yo sí lo entendía, pero estaba rabioso, dolorosa y tristemente, por la situación, porque no podía hacer nada.

—Tía, estate tranquila, seguro que no pasa nada… Hablaré con mi padre e iremos a buscarte—. Porque los hombres se llevaban ya a una mujer que pronto seria una anciana,  y la zarandeaban sin ninguna consideración.

—¡Ella tiene sus derechos, no pueden llevársela así!

—Claro que sí —me dijo uno de esos cabrones sonriendo—, somos la Policía de la Salud, podemos hacer lo que queramos. Y si sigues gritando te llevaremos a ti también. ¿Estamos?  —y me hizo ver que tenía un arma bajo el abrigo.

Así que no pude hacer nada, vi desaparecer a mi tía por el pasillo que conducía hacia la puerta. Al día siguiente estaba libre, después de un interrogatorio, una noche en el calabozo y muchos hilos movidos por mi padre. Lo que nunca olvidaré fue su expresión de confusión, aquel aire de no entender nada del nuevo mundo del que íbamos camino, que había roto ya cualquier anclaje con el que ella había conocido… Y nunca la olvidaré porque era la misma que tenía cuando fui a buscarla a la comisaría de la Policía de la Salud, la misma que conservaría casi el resto del viaje y la misma que asomaría de vez en cuando, cada vez que veía algo en nuestra asquerosa sociedad que le recordara aquel suceso, hasta el día que volvió definitivamente a Marrakech.

—Creo que no entiendo el mundo de ahora —dijo, al despedirnos en el puerto.

—Ni tú ni nadie, todo ha cambiado demasiado.

—Europa era un lugar muy bonito para vivir, había mucha diversidad entre los distintos países, mucha cultura, pero ahora es otra cosa… Lo siento por ti, cariño.

—No te preocupes, tía, que tengas buen viaje.

Y creo que, mientras su barco se alejaba, fue aquel el día que me di cuenta de que todo se había ido al carajo para siempre.


© Pedro Alcoba González 2022.