lunes, 29 de abril de 2019

Vuelve el viejo cow boy, más viejo que nunca





Si hace menos de un año era Robert Redford en  The Old Man and the Gun (2018), el que a sus 82 años se ponía —según dijo— por última vez ante la cámara, este año hemos visto el estreno de Mula, donde Clint Eastwood, a sus 88, se ha puesto delante y detrás de la cámara para rodar la que podría ser su última película. La diferencia es que el viejo cowboy  no tiene ningún interés en retirarse. 

En Mula, Eastwood interpreta a Earl Stone, un horticultor norteamericano de cierto éxito, con ramalazos donjuanescos y evidente racismo, de irregular competencia como padre de familia y esposo. Es precisamente la situación que se genera cuando no acude a la boda de su hija por atender a supuestas obligaciones profesionales, lo que plantea el dilema moral de Earl. Unos diez años más tarde, cuando su negocio va mal y solo su nieta cree ya en él, se ve en la tesitura de ganar un dinero extra haciendo de transporte (“mula”) para una banda de narcotraficantes. Lo que no sabe es que paralelamente a su incorporación a la banda, el agente de la DEA Colin Bates (el últimamente ubicuo Bradley Cooper) inicia una investigación para atrapar a la banda; y los destinos de ambos hombres se cruzarán inexorablemente.

Clint Eastwood no actuaba en un film dirigido por él mismo desde la perfecta Gran Torino (2008). Sin embargo, sí había dirigido películas interesantes como Invictus (2009), Sully (2016) o El francotirador (American Sniper, 2014), también con Bradley Cooper. En este caso, cuenta con el mismo guionista que en Gran Torino (Nick Schenk), para narrar una historia basada en el caso real de Leo Sharp, un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que se convirtió con más de 80 años en narcotraficante y mensajero del cártel de Sinaloa. Sam Dolnick ya había contado su historia en el artículo “The Sinaloa Cartel’s 90-Year-Old Drug Mule”, publicado en el New York Times. 

Clint Eastwook interpreta a Earl Stone y dirige la película

Sin embargo, en Mula la combinación de guionista y director no ha logrado una historia tan lograda como su anterior colaboración.  Y esto no es porque el director y actor (más viejo que nunca, se ha notado el paso de los años por el cuerpo del cowboy), no dirija con acierto, poniendo la cámara en el lugar adecuado para captar el drama. Por ejemplo, los encontronazos con la policía, ya sea del propio Earl, o los intentos de arrestar a un aparente mexicano, son realmente divertidos.  Tampoco es porque los actores no estén muy bien en sus papeles (Bradley Cooper, Dianne Wiest y Andy García lo hacen realmente bien). Es, simplemente, porque el personaje y la historia no dan tanto de sí como en Gran Torino. En esta, el espectador podría reconocer en el fondo al viejo cowboy, el hombre corriente al que no le queda otra ocasión que actuar frente al mal que ya vimos en Sin Perdón (Unforgiven, 1992).  Sin embargo, Earl no deja de ser más que un viejo calavera sin mucho fundamento, por más que su personaje haga una evolución hacia una posición moral más digna.

Si avanzamos un poco en la trama, la historia va agudizando el conflicto entre la banda de narcotraficantes y el padre de familia y esposo que Earl debería ser para mirarse al espejo sin rubor, y finalmente se produce la resolución que esperamos en el tramo final. 

Sin embargo, nada resulta verdaderamente real. Los traficantes por momentos resultan ridículos, aunque en otros momentos sean más realistas. El tono amable de la película (realzado por la fotografía de Yves Bélanger y la interesante música de  Arturo Sandoval) va anticipando que no puede acabar en tragedia, aunque la roce en algunos momentos. Los conflictos raciales, uno de los ejes de Gran Torino, aquí son una mera nota de humor. La película basa su efectividad más en el humor del personaje y el carisma del actor que en una historia con el fuerte conflicto que podría haber sido. En definitiva, no nos acabamos de creer el dilema moral del personaje y que este no sea consciente de la boca del lobo en que se ha metido, hasta casi el final de la cinta.

El extenso tramo central de la película se sustenta prácticamente en Clint Eastwood protagonizando una serie de episodios divertidos o chocantes y la historia no coge verdadero vuelo hasta el desenlace. En definitiva, una película que se ve con agrado y en la que reaparece el solvente director y actor que Eastwood es, pero que no pasará a la historia como una de las mejores de su filmografía.