viernes, 31 de diciembre de 2021

Nos iremos (poema homenaje a W. Szymborska -y 2)

ESTE BLOG YA NO SE ACTUALIZA.  PARA LEER MIS ÚLTIMOS TRABAJOS ACCEDE A:

 https://pedroalcoba.com


Nos iremos

Homenaje a Wislawa Szymborska (y 2)

Nos iremos, pero no ahora,

Y vendrán nuevos nosotros, 

Con una constelación en su mirada,

Empujando contra la gravedad.

Y ni el ansia de la tierra ni los enemigos del aire podrán con ellos.

Nos iremos,  pero no ahora,

Y vendrán nuevos nosotros,

Con la promesa de una eternidad, 

Con un laurel en la mano y un puñal en la otra.

Nos iremos, pero no ahora,

Porque vendréis vosotros, 

Con el sueño de una galaxia.

Vosotros: la mañana y el día,

La vida en movimiento,

Promesa y cambio,

Principio y fin

Del ahora.


© Pedro Alcoba González 2021 

lunes, 22 de noviembre de 2021

"Otra Ronda": entre la provocación y la necesidad

 


Uno de los artífices  del Dogma'95 (Thomas Vitenberg) ha filmado una película que es a la vez una verdadera provocación, como lo fueran las películas de este movimiento, y al mismo tiempo un entretenimiento brillantemente ejecutado, que ha logrado conectar con el público. La  película ha logrado premios como el Óscar a la mejor película extranjera, el de mejor película, actor, director y guion en los European Film Awards y el de mejor película en el Festival de cine de Londres. 

"Otra ronda" está disponible  en Filmin, Rakuten TV  y otras plataformas.

        Si algo tuvo el movimiento Dogma’95, fue la intención de recuperar un cine más libre, menos atado a los convencionalismos tanto argumentales como industriales y estilísticos que se habían ido acumulando hasta ese momento. Su intento, recogido en su manifiesto, era librarse de la música incidental, la iluminación especial, los decorados y la fotografía irrealista, para usar música siempre diegética (generada en la propia acción), fotografía más cercana al documental (con iluminación directa) y huyendo de la afectación en el rol del director.

Si bien Lars Von Trier, aunque tuvo infidelidades a sus planteamientos en los más o menos quince años que duró el movimiento (sobre todo uso de decorados en Dogville, que marcó el final del mismo), la evolución de Thomas Vitenberg ha sido incluso más irregular. Su filmografía contiene películas totalmente Dogma (su segunda película, como Celebración (1998) , sigue siendo uno de los paradigmas del movimiento), y Submarino (2010), que sigue también su estela.  Pero hay otras, como Todo por amor o Kursk que podrían considerarse que utilizan todos los recursos que antes se habían negado. Sin embargo, de algún modo, el paso por el movimiento  dejó en Vitenberg un gusto por un cine cuya finalidad es “extraer la verdad de personajes y ambientes” (en la línea de tantos movimientos de cine europeo), lo que le ha permitido en su madurez rodar una película como Otra ronda.


La estructura de una película obedece a la lógica de una historia de personajes entre los que destaca Martin (Madds Mikkelsen), que se nos va contando con una progresión dramática hasta un momento cumbre del conflicto —en este caso cuando el experimento del grupo de profesores se les va de las manos—, que lleva a la película hacia su resolución final. Resumamos un poco la historia:


Martin es un profesor de instituto atravesando la crisis de la mediana edad, tanto en su matrimonio como en el trabajo, donde algunos padres están planteándose que no es un buen profesor para sus hijos. Le acompaña un pasado con la bebida, además. En una cena con sus compañeros y amigos  uno de ellos sacar a colación una teoría, según el hombre nace con un déficit del 0,05% de alcohol en la sangre, por lo que para alcanzar el equilibrio deben compensarlo. Desde ese momento, se plantean hacer un experimento psicológico y empiezan a beber en el trabajo hasta ese porcentaje. Después de ello, Martin decide llevar el experimento más lejos y empieza a beber incluso más, algo en lo que sus amigos también le secundan. El experimento se les va de las manos y pone en crisis, en el caso de Martin, una relación de pareja ya deteriorada, mientras que causa conflictos en Nikolaj, el más joven, con su esposa e hijos, y también en los otros dos amigos, en mayor o menor medida. A partir de ahí, Martin y sus colegas intentan resolver todas las situaciones que han provocado, con más o menos éxito.


Quizá para comprender la película es preciso partir de la mentalidad de la sociedad danesa, en la que la confianza (tillid) (1) en las instituciones y el sistema es la base, construyendo un orden social  bien cohesionado. Desde ahí, que un grupo de profesores (si bien siguen siendo un grupo, no un individuo), decidan transgredir lo moralmente aceptable, es decir, decidan beber en el trabajo (cuando el alcohol es una droga tolerada, pero solo en otros ámbitos) resulta en una sociedad así una verdadera provocación. El discurso paralelo de Martin en sus clases, en el que se hace evidente que el alcohol ha sido un elemento vital no solo en la sociedad danesa, sino también en la occidental, pone de manifiesto las contradicciones de admitir determinadas sustancias como válvula de escape o incluso como estimulantes de la creatividad, pero al mismo tiempo considerarlas reprobables en otros ámbitos.



Los cuatro actores  Mads Mikkelsen, Thomas Bo Larsen, Magnus Millang, Lars Ranthe se hicieron conjuntamente con la Concha de Plata en San Sebastián.


El alcohol como catalizador 

(ATENCIÓN: A partir de aquí la crítica contiene Spoilers...)


El alcohol en cierta medida actúa en la historia no como algo que conduce a la autodestrucción, sino más bien como un catalizador, acelerando las dinámicas interpersonales de los personajes.  La crisis del matrimonio de Martin sale a la luz, como también la soledad y el sinsentido de la vida de Tommy, y en menor medida los conflictos de otros personajes.


Por otra parte, se analiza también la función catárquica del alcohol en la vida de los estudiantes, en plena ebullición hormonal, como una forma de llevar al extremo sus pulsiones aún no controladas. Si los adultos tratan de aprovecharse del alcohol a su favor, ellos carecen de su autocontrol y solo lo utilizan como evasión para alcanzar un estado de euforia que les abstrae temporalmente de la realidad. Sin embargo, en una sociedad en que es muy popular la ley de Jante (2), sería impensable que, si los adultos han encontrado algo que es útil para ellos, no lo transmitieran socialmente, cosa que hace uno de ellos, al animar a un alumno a superar un examen con ayuda del alcohol. Al final, la película parece concluir con su doble discurso (el de la vida de los personajes, y el mantenido por Martin en clase), que el alcohol es un elemento difícilmente prescindible en la sociedad danesa -y por ende en la europea-, por más que se critiquen sus efectos o consecuencias.


Ahora bien, se podría objetar, todo esto es así hasta la muerte de un personaje. La gran pregunta es si esta muerte es a causa del alcohol, o este solo la acelera. Habría que volver a  la visión del mundo que plantea la película desde sus primeros compases. Si escuchamos con atención la canción que suena de fondo en la primera cena de los amigos, veremos  que su tema es que la vida es un largo camino cuyo único final es la muerte. Esto enlaza de algún modo con el paroxismo del baile de Martin al final de la película, que parece representar más bien el vitalismo frente a la muerte, al tiempo que reivindica el derecho a ser especial (una cierta liberación de la ley de Jante, por tanto). Al final, no hay nada en los personajes que no aparezca después de emborracharse, más bien se exacerba hasta a sus últimas consecuencias aquello que ya llevaban consigo. Al final, si la vida es un largo camino hacia la muerte, lo mejor es disfrutar de la mejor manera hasta entonces. Lo provocador de la película es que no cae en un tono moralizante: de los cuatro personajes, solo uno en cierto modo cae en el alcoholismo, por un problema que ya arrastraba previamente. Así, el sentido último de la película se mueve de algún modo entre el Carpe Diem y el valor de la amistad entre los amigos, y esa parece ser de algún modo la respuesta incluso ante la muerte, cuando los tres amigos optan por hacer lo que Tommy habría querido, es decir, irse a comer y beber juntos, para celebrar que que pueden hacerlo juntos y celebrar la vida, por mucho que todos sepamos cómo acaba, o precisamente por eso. Martin resurge de algún modo de una existencia cenicienta y abotargada, de la que solo el arriesgado experimento al que se ha sometido  con sus amigos y compañeros le ha sacado, a costa en cierto modo de la renuncia vital de uno de ellos.



Thomas Vitenberg y Madds Mikkelsen en  el rodaje  de la película.


Una realización desinhibida


    Es magistral el trabajo de Madds Mikkelsen para componer al personaje de Martin, rodeado de un cuadro actoral  solvente y bien dirigido. Los cuatro actores que integran el grupo de profesores ganaron conjuntamente la Concha de plata al mejor actor en San Sebastián. 

   

   Pero la película tiene también otros importantes hallazgos netamente cinematográficos. Por una parte, el uso de la música, en la que Vitenberg recuerda sus orígenes en Dogma jugando con una música que empieza en campo y finalmente invade las secuencias como música incidental (es el caso de la melodía de Tchaikovsky) o la música del restaurante donde van a comer por primera vez los amigos, que ya hemos mencionado. También la música diegética, como es el caso de las canciones de la clase de canto y el himno final cuando los alumnos se gradúan, tiene fuerza precisamente por el hecho de ser interpretada por los propios personajes. La forma de manejar la cámara  de Vitenberg es original,(con movimientos a ratos audaces) y su forma de montaje también. Si de algo se caracteriza su realización, es por la libertad con la que mueve la cámara y descompone la escena en planos, brindando un gran dinamismo, que se alterna puntualmente con la pantalla en negro sobre la que se impresiona un texto en blanco, en otros momentos, recurso tan interesante como elegante. Al final, el resultado es un film en el que se ha extraído lo mejor de dos mundos. Por una parte, unos actores profesionales bien dirigidos, utilizando magistralmente la música y ciertos recursos cinematográficos selectos; por otra, escenarios naturales, una puesta en escena y un montaje ágil y modernos -llevados a su extremo en la escena final-, que construyen secuencias perfectamente dignas del movimiento Dogma’95.


(1) “(…) el valor de la confianza, tillid, resultaba elegido por los daneses como el valor más apreciado en el referéndum de 2016 para determinar el canon nacional (…) N.F.S. Grundtvig, uno de los hombres más importantes en la formación de la moderna nación danesa, fomentó la idea de la existencia de un canon de valores en torno al cual nació la conciencia de patria en Dinamarca”. 

“Cuestión de confianza”, en DE LUIS, Mercedes. Lars Von Trier y el Dogma’95. (2021) Un viaje iniciático por la cultura danesa. Madrid: Ediciones JC. págs. 138-140.


(2) "(…) la ley de Jante, creada por el escritor Aksel Sademose y muy popular por los países escandinavos, muestra la importancia del desarrollo y bienestar colectivos frente a los individuales con el fin de alcanzar la igualdad social."

“The End of Violence”, en DE LUIS, Mercedes. Lars Von Trier y el Dogma’95. (2021) Un viaje iniciático por la cultura danesa. Madrid: Ediciones JC. págs. 192.


© Pedro Alcoba González 2021 (excepto las imágenes que acompañan el artículo)

lunes, 18 de octubre de 2021

De la punta de levante a la llegada del viento (relato homenaje a Cortázar)


 De la punta de levante a la llegada del viento 

(inspirado por Julio Cortázar)

    De la punta de levante a la llegada del viento, los días se alejaban en una interminable sucesión, mientras Al Rejum contemplaba el horizonte, por donde se despeñaban empujados por la brisa.  Se preguntaba cómo volvían, una y otra vez, porque no entendía que los minutos y las horas eran eternos, y siempre regresaban desde levante, para que los vivieran uno a uno, hasta que el viento se los llevaba al horizonte, y desaparecían para dar lugar a ayer. En ayer, todo lo vivido se volvía materia muerta, solo un pálido reflejo de lo que era durante mañana. Para Al Rejum y Le Erbmoh, a veces se hacía largo, pero pronto volvía mañana desde la punta de levante, cercándolos con sus novedosos minutos. 

Entre el albor, el tránsito hacia mañana, y el cesor, la caída de los días hacia el horizonte, había unos momentos de transición, donde Al Rejum y Le Erbmoh se podían ver y tocar. Para Le Erbmoh, era lo mejor del día. Al Rejum también gustaba de esos momentos. Ella no se le aparecía a él como  una mancha borrosa y siempre cambiante, sino perfilada en su definida silueta. Lo primero que le llamaba la atención eran sus pechos rotundos coronados por la areola; y las uñas de los pies y de las manos. Las rodillas…. con esa sombra justo debajo de su punto más elevado, y ese pequeño pliegue justo encima. También había pliegues en las axilas, en el cuello, y en las comisuras de los labios. Estaba el prodigio de la lengua que asomaba por momentos; y una pequeña hendidura en medio del labio superior. Los ojos estaban rodeados por pequeños pliegues a su vez —los párpados— y sobre ellos había diminutos pelos que formaban una corona alrededor —las pestañas—. ¡Había tal definición en la esfera ocular! Si se acercaba, podían advertir alrededor del cristalino una coloración constituida de diversos tonos. Siempre le sorprendía tanto detalle, porque durante mañana ella solo era una silueta indefinida de color rosado, con el cabello negro moviéndose a un lado y a otro cuando se desplazaba, generando un borrón oscuro. El cabello… ¡Tan hermoso en ahora! Tantos diminutos pelos en la misma dirección, pero a la vez desordenados, generando lo que le parecían infinitos brillos diferentes. Le pedía a Al Rejum que se girara y veía otro pliegue detrás, y los glúteos, esas dos formas redondas y simétricas separadas por una hendidura que en la parte superior se bifurcaba en dos más pequeñas. Eran hermosos en su simetría, como los pechos. Y luego la espalda, con esa hendidura más tenue trazando una línea recta que la abarcaba entera, pero que de perfil se veía curva, para terminar en la perfecta simetría de los omóplatos. Era él, siempre, el primero en tocarla. Acercaba su mano, con esa perfecta definición en la que se percibían las uñas, los pelos e incluso las venas, y tocaba la de ella, con una forma más suave y estilizada. Cuando ambas se rozaban era como encender un fuego dulce y apacible, más aún cuando él ascendía por la delicada curva del brazo para llegar a su rostro, y ella siempre sonreía en ese momento, si él lo hacía con delicadeza. Porque para Al Rejum lo importante no era la asombrosa definición de su compañero, ni las formas que tensaban la piel y la aflojaban según él se movía, sino las sensaciones que la producía cuando él la tocaba, haciéndola de pronto consciente de su propio cuerpo. En los momentos que duraba ahora, las sensaciones eran más intensas y todo parecía detenerse, no era importante la recolección de los frutos, ni el arado, ni tampoco atrapar algún animal, ni cavar zanjas, ni construir chozas, ni idear nuevas soluciones para los utensilios de caza,  ni clasificar semillas, ni observar la sucesión de los días que se despeñaban por el horizonte calculando la duración de los mismos hasta el siguiente albor. En los momentos que duraba ahora, ya fuera en el albor o el cesor, lo importante era contemplar, tocarse, a veces incluso acercarse tanto que eran uno solo, él rozándola por dentro con más intensidad de la que Al Rejum hubiera podido imaginar en mañana, ella rodeándole con sus piernas que a él se le antojaban más hermosas que nunca cuando la sentía alrededor, mientras contemplaba un rostro encendido como un ascua, con una tonalidad rojiza que parecía un reflejo del mismísimo albor. Cuando esto sucedía, ahora era todavía más intenso, y se obraba el milagro de que el cesor o el albor se retrasaran, o eso les parecía a ellos. Pero luego llegaban de nuevo los minutos y las horas, si atravesaban el albor, o por el contrario se despeñaban por el horizonte y se sumergían en ayer, si avanzaban en el cesor. Si acontecía el albor, volvían a sus eternos quehaceres, siempre en movimiento, y ella se  tranformaba en una nube sonrosada de actividad coronada por una mancha negra, y él, una máquina tan rápida que resultaba un borrón anaranjado que iba de acá para allá. Si era el cesor, todo se volvía más pálido, más estático, la piel de ella prístina y cristalina, la de él oscura y casi traslúcida, mientras lo que habían puesto en marcha antes del albor se ralentizaba y esquematizaba, se reducía a su esencia, era solo una sombra apenas, un reflejo. Cuando los últimos filamentos de los minutos y las horas habían desaparecido por el horizonte, todo era oscuridad y quietud, hasta el punto de que alguna vez Le Erbmoh pensó que era el final, solo para sorprenderse una vez más cuando desde Levante llegaban de nuevo los minutos y las horas, y con ellos la densidad específica de sus cuerpos, para disfrutar de ahora apenas por unos momentos preciosos antes de mañana. 


Porque, cuando llegaba ahora, no existía nada más. Solo la inabarcable, afortunada y dichosa sensación de estar vivos de nuevo en el Paraíso.


© Pedro Alcoba González 2021.

domingo, 26 de septiembre de 2021

Laurencio Soto (relato)


  

   Laurencio Soto era el escritor perfecto, y muchos lo admiraban. Bueno, en realidad, deberíamos decir que lo amaban. Pero claro, antes del escritor perfecto,  Laurencio era en verdad el hombre perfecto. Laurencio no era delgado ni gordo. A Laurencio no le sobraba ni le faltaba un gramo. Tenía, simplemente, el peso perfecto para su altura y constitución. Su pelo era, sencillamente, el que debía ser, los cabellos surgían paralelos de su cráneo para alcanzar exactamente la misma longitud, peinados cuidadosamente con una raya trazada con milimétrica exactitud. ¿Qué decir  de  su sonrisa?. Sus comisuras estaban entrenadas como marines para estirarse en grado justo, para trazar una curva que no fuera ni excesiva ni parca, nimbando unos alineados dientes de un blanco deslumbrante que cautivaba a su audiencia. Su voz era grave, pero con el timbre melódico justo. La inflexiones, proporcionadas a su parlamento, nunca por encima ni por debajo de la adecuada expresión de las palabras.

 Su conversación era correcta, no faltaba al respeto ni tenía salidas de tono, pero tampoco resultaba aburrido. Para nada. La conversación  de Laurencio tenía el grado justo de interés, amenidad y simpatía para caer bien a cualquier interlocutor. Si Laurencio tenía que cargar las tintas o subir el tono, lo hacía en el momento exacto, con el tono preciso para recalcar aquello que quería decir. Si Laurencio se enfadaba con alguien, lo hacía de modo tan equilibrado que hacía dudar de si de verdad se había enfadado.

Con estos mimbres, era normal que Laurencio resultara un escritor excelente. Pero no podemos decir que lo fuera de manera llamativa. Las novelas de Laurencio estaban a medio camino entre el éxito editorial y la calidad literaria. En realidad, estaba perfectamente equidistante entre ambas. Gustaba tanto al gran público como a los más exigentes críticos, que se esforzaban por buscar fallos en sus textos, y se desesperaban por no encontrarlos. El gran crítico César Bolero se devanó los sesos durante varios días con sus noches y algunos vecinos, la víspera de publicar su crítica, juraron que le habían oído gritar. “¡No puede ser, es demasiado perfecto!”. El triste caso de César Bolero, que después de entregar su crítica decidió dedicarse a las necrológicas, era del todo comprensible y no fue el único. Era casi imposible encontrar fallos tanto en la obra como en la personalidad de Laurencio Soto; todos aquellos que lo intentaron habían fracasado estrepitosamente.

Laurencio había logrado ya numerosos éxitos con sus libros publicados, organizado importantes eventos y asistido a miles de tertulias, con igual éxito en todas ellas. No solo porque su opinión había resultado la más equilibrada y mesurada de cuantos asistieron, sino porque todos los contertulios sin excepción que habían acudido coincidían en una simpatía similar por él. “¡Qué simpático es este hombre!” —decían unos. “¡Y qué buena persona!” —decían otros. “Y además escribe muy bien” —concluían la mayoría.  Todo, en definitiva, iba bien, o quizá la palabra correcta fuera que siempre se movía dentro de la normalidad de Laurencio. O, si debemos ser más precisos, Laurencio no era normal, era hipernormal.

Y así era, y hubiera seguido siendo por muchos dichosos y equilibrados años, hasta que Laurencio encontró la horma de su zapato. Se trataba de la profunda, grave y al mismo  tiempo sensible y emocional escritora Noelia Redondilla. Donde Laurencio era equilibrado y constante, Noelia era variable y alterable. Donde Laurencio ponía mesura y sosiego, Noelia ponía emoción y estridencia. Tal vez por eso -o porque en realidad se le había pasado ya la edad de merecer, como le habría dicho su madre- Laurencio entró por el aro, pero no rozándolo ni de casualidad después de dar unas vueltas en el aire, sino por todo el centro y hasta el fondo. Desde que conoció a Noelia Redondilla, y años después se casaron, ambos fueron uña y carne, una pareja similar a Sherlock Holmes y el Dr. Watson, Don Quijote y Sancho Panza o Romeo Montesco y Julieta Capuleto, si les hubieran dejado. Lo que Laurencio hacía, Noelia lo compartía. Vivían juntos, escribían juntos, cocinaban juntos e iban de compras juntos. Paseaban por el barrio, una y otra vez, dejándose ver y luciendo él esposa y ella marido.

Tuvieron, por supuesto, dos hijos, la parejita, un niño y una niña (no podía ser de otra manera, pues algo diferente habría causado falta en el historial de perfección de Laurencio) y escribieron dos novelas al alimón, es decir, a cuatro manos.  Invitaron a sus amigos a la presentación de sus libros, y en todo se percibió la armonía de la pareja, cómo se cedían la palabra el uno a otro y el discurso resultaba un todo homogéneo y fluido, en el que era difícil hallar fisuras.

Sin embargo, a los cinco años de casados, Laurencio Soto apareció muerto en su escritorio una mañana. Su viuda, desolada, acudió a la policía, pues no se podía explicar su fallecimiento. Laurencio era, por supuesto, deportista, hacía buena dieta, no tenía ningún vicio y había gozado siempre de una salud de hierro. Sin embargo, había sufrido un infarto. Tras una larga autopsia el médico forense descubrió la causa de la aparente contradicción. Como si se tratara de uno de los personajes de sus novelas, Laurencio había sido envenenado.

Tras varias semanas de pesquisas infructuosas, alguien se puesto en contacto con el inspector que llevaba su caso en la comisaría del distrito. 

—¿Inspector Márquez? —dijo una voz al otro lado del teléfono—. ¿Lleva usted el caso de Laurencio Soto?

—Así es —contestó lacónicamente el susodicho—. ¿Tiene algo que nos pueda ser útil?

—Claro está —dijo la voz al otro lado del teléfono—. Ese hombre era un impostor.

—¿Quién? —El inspector Márquez se caracterizaba por las preguntas breves.

—El supuesto Laurencio Soto.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque lo asesiné por ello.

—¿Y usted quién es?

—Yo soy el auténtico Laurencio Soto.

Aquello desconcertó al inspector hasta tal punto, que no se despegó del teléfono hasta que hubo sabido la verdad. El que creían Laurencio Soto no era Laurencio Soto, sino su hermano Vitrubio. El inspector escuchó la historia de principio a fin. Laurencio y Vitrubio eran mellizos, pero la casualidad o el destino quiso que Vitrubio fuera equilibrado, atractivo y con un don de gentes que rayaba la  perfección, mientras que Laurencio era más bien feo, dado a comportamientos antisociales y con grandes altibajos emocionales. Pero, sobre todo, Laurencio tenía un verdadero don para la escritura, mientras que su hermano apenas sabía juntar unas cuantas frases con cierto estilo. Interesado tan poco en la vida social como su hermano en la literatura, Laurencio propuso a Vitrubio un trato. Sería su negro, el que escribiría toda su obra. Vitrubio se convertiría en el relaciones públicas y la estrella en el escenario, mientras Laurencio se ocuparía de construir una obra lograda en la sombra. A cambio de ello, y de que ambos pagaran las facturas con los ingresos de sus novelas, los hermanos acordaron intercambiar los nombres, porque a Laurencio solo le interesaba ver su nombre en las portadas de las obras y pasar a la posteridad.

—¿Y? —dijo el inspector Márquez.

—¿Y qué? —dijo el verdadero Laurencio.

—¿Por qué decidió matarle?

—Yo no le hubiera matado —se oyó una voz quejumbrosa—, todo fue culpa de ella.

—¿De quién? ¿De la mujer de Laurencio?

—No, de la mujer de Vitrubio. Mi cuñada.

—Es verdad, perdóneme.

El inspector Márquez escuchó el resto del relato. Según parecía, Vitrubio se había enamorado, y todo había ido más o menos bien al principio (en realidad a Laurencio le importaba un comino la vida privada de su hermano). Pero Noelia, no contenta con que Vitrubio la proporcionara dos hijos, un chalet en la sierra, un descapotable rojo y colmara todos sus caprichos, quiso un día también que escribieran libros juntos.

—Pero su hermano no era el que escribía los libros… —dijo el inspector.

—Así es. Mi hermano, harto de fingir todos los días que se encerraba en su despacho a escribir cuando en realidad pasaba allí las horas muertas, decidió contarle la verdad. Así que  me la presentó, con la finalidad de poder escribir libros conmigo, es decir, con él, porque ella lo que quería era compartir el éxito con su marido, y para eso su nombre tenía que figurar también junto al de él.

—¿Y usted accedió?

—Sí

—¿Y?

—¿Y qué? —dijo otra vez Laurencio, que empezaba a hartarse de las preguntas cortas del inspector.

—¿Por qué la mató? Aparentemente, ella entró a formar parte del trato que tenía usted con su hermano.

—Sí, y al principio iba fue bien, pero…

—¿Pero…?

—Inspector, usted ha oído alguna vez la expresión “manecitas gordezuelas”?

—Pues, la verdad, no.

—Pues esa fue la primera expresión que consiguió colarme en una de las novelas supuestamente escritas por los dos, cuando en realidad la mayor parte eran mías, salvo algunas frases.

—¿Ah, sí? —dijo el inspector, sin entender del todo.

—Y no fue la única vez….aquello fue solo el comienzo. “La dulce miel de su ojos de avellana” fue otra, y también “su carita blanca como la Luna”, o “sus dientecillos de marfil”. ¿A usted cómo le suenan esas expresiones?

—Mmmm… —reflexionó un momento el inspector—. ¿Cursis?

—¡Exacto! Pero son peores aún. No son solo cursis, son tópicas. ¿Entiende usted? Llevo casi veinte años construyendo una obra literaria, a mí lo único que me importa es mi obra y la posteridad. ¿Comprende? Veinte años ensuciados por dos pegajosas novelas llenas de miel, algodón de azúcar y dulce de leche. ¿Comprende usted? ¡Era terrible! ¡No podía más! ¡Tenía que decirle a mi público que ese no era yo!

—Pero… —dijo el inspector—, ¿por eso mató a su hermano?

—¡Sí! ¡Y con dolor de mi corazón!, ¡tuve que hacerlo!

—Entiendo…. —Al inspector no acababa de encajarle algo.— ¿Pero por qué no mató a Noelia Redondilla en lugar de a él?

Hubo un par de segundos de silencio al otro lado.

—Pues….¿Pero no me ha escuchado? Porque no habría servido absolutamente de nada… Las novelas ya estaban escritas y mi nombre figuraba en ellas, si la hubiera matado y hubiéramos seguido mi hermano y yo como hasta entonces, nadie habría sabido la verdad,… Es más, la posteridad tampoco la habría sabido nunca que yo había transigido con colar sus absurdas, pedantes y cursis expresiones en mis libros. ¡Mi público tiene que saber que yo no habría aceptado aquello de no ser por el empeño de mi hermano! —dijo, fuera de sí.

—Entiendo —concluyó dijo el inspector—. ¿Entonces se declara usted culpable?

—Absolutamente —contestó el verdadero Laurencio Soto.

El crimen fue desvelado, Vitrubio fue enterrado y su viuda acudió con sus dos hijos al entierro llorando de dolor. Laurencio fue a la cárcel, no solo por asesino, sino también por fratricida, pero todos sus seguidores, que habían despotricado de sus novelas escritas al alimón, supieron la verdad. Desde allí siguió escribiendo, y sus novelas cada vez fueron más demandadas. Eran igual de buenas, pero ahora había además un poso de verdad y experiencia. Era sin duda la peripecia vital de Laurencio, que no solo se había convertido en un asesino, sino que había ido a la cárcel por ello.

Mientras el escritor fratricida acumulaba éxito tras éxito, los hijos de su hermano crecían y Noelia se dedicaba a ellos en cuerpo y alma. Vivían con holgura gracias a los derechos de las obras de Laurencio, de cuyos ingresos este había decidido cederle el cincuenta por ciento, porque no podía abandonar, a pesar de todo, a su cuñada y sus sobrinos. 

Mientras iban saliendo publicados libro tras libro, un hermoso almendro creció en la tumba de Vitrubio, tan límpido y hermoso como había sido el hombre de cuya tumba había surgido. Pero antes de que florecieran sus hermosas florecillas blancas,  antes de que impregnaran el aire de la tumba de Vitrubio con un aroma tan dulce y suave como este era en persona, antes de eso... alguien lo taló brutalmente.  Se dijo —aunque nunca llegó a probarse- que había sido un siniestro personaje pagado por Laurencio desde la cárcel. Y no fue porque Laurencio odiara su hermano. Más bien al contrario. Fue porque supo que, una vez más, había sido Noelia quien lo había plantado.  Había querido introducir una vez más una de sus  melífluas metáforas para homenajear a su esposo. Porque, no contenta con intentar colárselas en sus obras, esta vez había decidido hacerlas presentes  no solo en este cuento , sino en la misma realidad. 

Y eso Laurencio Soto no podía tolerarlo. Eso sí que no.


© Pedro Alcoba González 2021.

viernes, 16 de julio de 2021

Ellos, que serán un día aquellos (poema homenaje a W. Szymborska)

ESTE BLOG YA NO SE ACTUALIZA.  PARA LEER MIS ÚLTIMOS TRABAJOS ACCEDE A:

 https://pedroalcoba.com


Ellos, que serán un día aquellos

(inspirado por Wislawa Szymborska)


Nos ven llegar, nos ven crecer, les sorprendemos. 

No nos fijamos mucho,

para nosotros solo son "ellos".

Lo son todo: los admiramos, los queremos; y ellos nos quieren, nos adoran.

Crecemos; y ellos no.

Discutimos, peleamos.

¿Llegamos a odiarlos?

No, los queremos, pese a todo;

Y ellos nos quieren, pero no nos entienden.

Seguimos creciendo; y ellos no;

O, tal vez, decrecen un poco,

Una arruga aquí, un crujido allá.


Mientras asistimos a su principio de decadencia,

Llegan los otros, los nuevos ellos.

Y nos sorprenden, nos encantan, hacen que se nos caiga la baba.

Para los otros no existimos,

O sí, lo somos todo, nos admiran, nos quieren; y nosotros los queremos, los adoramos.

Crecen, y nosotros no

Discuten, se pelean con nosotros,

A veces parece que nos odian, pero sabemos que nos quieren;

Y nosotros les queremos, pero no les entendemos.


Mientras, ellos se han vuelto aquellos, y son cada vez menos,

Y se hacen a un lado.

Más arrugas, más crujidos, más bajitos incluso.

Nos miran, nos observan desde la distancia.

¿Les hemos decepcionado?

Tal vez sí, tal vez no.

¿Están orgullosos?

Tal vez sí, tal vez no.


Pero no hay tiempo,

Porque los que vinieron más tarde siguen creciendo; y nosotros no;

O, tal vez,  más bien, decrecemos.

Ellos son  más tersos, más fuertes y mucho más altos, no esperábamos que tanto.

¿Cómo nos ven?

¿Tal vez como nos veían aquellos, cuando eran los únicos, los que ahora están en un rincón,

Viéndonos a ellos y a nosotros?

¿Y como miraremos cuando aquellos desaparezcan, y a continuación de ellos vengan otros;

Y nosotros lo observemos todo desde un rincón?


¿Qué será lo que quede?

¿Tan solo, en esencia, sucesiones de difunto?

Entonces, ¿es todo? 


No, la esencia no es la sucesión.

Es la observación, 

Es la mirada,

Detente un momento.

Saborea.


Es la mirada.


© Pedro Alcoba González 2021.

viernes, 11 de junio de 2021

Escribir un relato de misterio (relato)



Debo decir que nunca, nunca, me presento diciendo que soy gay, pero dado que para la historia que me dispongo a relatar tiene algún interés, diré que soy un hombre homosexual que pasa de los cuarenta,  gran aficionado a la montaña, y también escritor. Pero quizá el lector se haya visto atraído por el título y no le interesen mis aficiones, ni mi orientación sexual, ni mi edad. 

(Si queremos escribir un relato de misterio, primero debemos trazar un esbozo disponiendo los elementos con que elaboraremos la historia. Este relato, por ejemplo, comienza con un narrador -que es gay- presentándose, continúa con un beso y un frenazo, sigue con una mancha de sangre, entra en escena un psicópata y termina con el narrador filosofando sobre el azar y el destino en la vida).

Nuestra excursión no era numerosa. Solo éramos Marga y Pepe, novios recientes, Juan, que era nuestro guía y conductor y un servidor, Miguel, que ejercía el no siempre reconocido papel de copiloto, mientras Marga y Pepe se daban el lote a plena satisfacción en el asiento de atrás. Volvíamos de escalar el Mulhacén aquel fin de semana y llevábamos unas cinco horas de viaje de regreso en carretera hacia Madrid. Recuerdo que en aquel momento estaba absorto espiando con el espejo del copiloto el impresionante beso de tornillo que Marga y Pepe se estaban dando.  Eran algo así como las nueve de la noche, pues no habíamos salido pronto de Sierra Nevada. Fue entonces cuando el coche frenó en seco y todos creímos que el estómago se nos escapaba por la boca. Increpamos a Juan, pero él nos dijo en seguida que no había sido él, que el coche había frenado solo y que probablemente teníamos una avería importante, pues no arrancaba de ninguna manera. Y en efecto así era. En realidad, no teníamos un problema, sino dos, porque tampoco nuestros móviles tenían cobertura. Nos encontrábamos en Ciudad Real, no estábamos cerca de ninguna localidad  conocida y lo único que el navegador del coche había señalado poco antes de perder también señal era que había una gasolinera con un hotel aledaño, aproximadamente a medio kilómetro. 

(Normalmente la narración de misterio juega con poner a los protagonistas en un escenario en la que tendrán que desarrollar sus mejores cualidades para salir de una situación difícil). 

Nuestra situación era complicada, pero confiábamos en que  nuestros móviles volverían a funcionar  y nos permitirían contactar con alguien pronto. El pequeño hotel tenía, según aseguró Ramón, el chico joven que lo regentaba, diez habitaciones, pero solo nos podía ofrecer ya dos dobles (por suerte). Tras preguntarle si tenía un móvil, nos dijo tener dos, pero ninguno sin cobertura en menos de diez kilómetros a la redonda. Y no tenía internet, era un hotel de baja categoría y él estudiaba una oposición (funcionario de prisiones, si os lo estáis preguntando, muy apropiado).

Marga y Pepe cogieron una habitación y Juan y yo compartimos la otra (sí, él sabía que yo era gay y no, no le importaba nada; superad vuestros prejuicios homófobos, por favor, antes de continuar leyendo). Solo entonces pudimos relajarnos un poco.

(Y ahora, con cuatro personas descansando plácidamente, porque ninguno de los cuatro quería recorrer diez kilómetros después de subir a la montaña más alta de la península ibérica,  necesitamos algo más para animar este relato. Estamos hablando de conflicto).  

Marga y Pepe, a pesar de su obvia química recíproca, como yo había comprobado en el coche, estaban en crisis en su relación. Marga era casi una adicta al sexo, y Pepe era una persona mucho más tranquila en ese aspecto (supera algunos prejuicios otra vez, lector, si pensabas que era al revés).  Así que Marga le había propuesto serle infiel solo físicamente, traicionarle si acaso con su cuerpo, mientras su alma permanecía unida a él como constructor chanchullero a político corrupto. Les oíamos discutir al otro lado de la habitación. Y yo compartía con Juan una confidencia sobre que es muy difícil para mí tener una pareja estable, que había sido mi deseo desde siempre. Él me decía que su deseo desde siempre había sido escalar el Everest, cuando descubrió algo en el suelo. Se trataba de una mancha de sangre reciente (quizá del día anterior). Lo sabía porque se acercó a ella y porque Juan era no solo una de las personas más preparadas físicamente que conozco,  montañero avezado con cuerpo hercúleo, sino también un experimentado cazador que sabía reconocer la sangre fresca cuando la veía. Aquello era sencillamente inaceptable, y decidió ir a la recepción a reclamar.  Cuando se fue, empecé a oír al otro lado de la pared de papel del hotel a Marga:

—¿Por qué te niegas? Pepe, te juro que ni una pequeña parte de mi corazón estará con él. 

Según pude escuchar, Marga había elegido a su profesor de yoga para ser infiel a Pepe solo una noche, y después se cambiaría de escuela, para no volverle a ver nunca más.

—Si haces eso, Marga, yo que tú intentaría volver a verle, porque al que no verás nunca más será a mí. Lo siento, no puedo ceder en esto. Te quiero de verdad. Me mataría si supiera que lo has hecho.

—¡Pero yo te quiero también! Pepe, ¿por qué no eres un poco más flexible?…

-¡Para flexible el profesor ese tuyo...!

Sé que esto está derivando a una telenovela romántica un poco subida de tono, así que os ahorraré el resto de la conversación. Solo diré que esperé más de veinte  minutos a que Juan volviera; y que cuando decidí ir a buscarle alguien me golpeó y caí inconsciente.


(Este tipo de momento requiere un renglón en blanco que se utiliza para indicar el paso del tiempo. El cambio de escenario aporta variedad y conduce el relato hasta el tramo final).

Cuando recuperé el conocimiento, los cuatro estábamos maniatados en una habitación bastante oscura en la que Ramón había cambiado su expresión desde que nos recibiera, y nos miraba con una cara un tanto alucinada. Iba vestido completamente de negro, llevaba guantes (probablemente para no dejar huellas en nuestros cuerpos si tuviera que deshacerse de nosotros, lo sé porque leo muchas novelas de misterio) y tenía a sus espaldas algunos instrumentos un tanto inquietantes: un rifle, un bate de béisbol, un hacha y una sierra mecánica. Como comprenderéis, lo de un tanto inquietantes es un eufemismo. Nos dijo, con una voz de sonado que hubiera asustado al mismísimo Norman Bates.

—Estoy aquí para dar cumplimiento a vuestros mayores deseos, que habéis manifestado esta noche.

No me demoraré en muchos detalles sobre por qué aquel tipo creía que podía concedernos nuetros deseos, si es de verdad que lo eran (el relato de misterio al fin y al cabo es heredero del policiaco, y lo que nos interesan son los hechos, no hacer un psicoanálisis a los personajes). Solo explicaré algunas cuestiones prácticas. Aquel pirado tenía un inhibidor que anulaba las señales de  los móviles. Además, había instalado micrófonos en todas las habitaciones, había deducido que el mayor deseo de Juan era escalar el Everest, el mío tener pareja,  el de Marga acostarse con otro hombre; y el de Pepe si Marga se acostaba con otro hombre… bueno,  pues morirse. 

—No puedo satisfacer nada que no sea dentro de este hotel, pero todo lo demás puedo hacerlo —continuó el pirado, con su monserga solemne.

Y, ni corto ni perezoso, cogió en aquel momento su rifle y disparó a bocajarro al corazón de Pepe, que murió en el acto. Este hecho provocó las lágrimas, gritos y rabia instantánea de Marga, que desarrolló una fuerza sobrehumana en aquel mismo momento y, arrastrando con ella la silla, se abalanzó sobre nuestro captor. Aquel tipo tenía reflejos, pues cogiendo con rapidez el bate la abatió (nunca habréis leído un verbo más apropiado, lectores) de un solo golpe. Me ahorraré detalles de las absolutas tonterías sin sentido que nos dijo y de cómo intentamos razonar con él. Solo diré que nos obligó a tirar unos dados, a Juan y a mí y que yo gané en aquel juego absurdo (5 y 3 contra 4 y 2). Acto seguido, y con el mismo bate, nos dejó tan inconscientes como a Marga. 


(Y de nuevo  tenemos el mismo recurso del renglón en blanco que conduce al escenario final)

Nuestro siguiente escenario es una habitación de hotel. Marga yace desnuda boca arriba en la cama y yo estoy sobre ella, también desnudo, nuestros brazos y pies están atados a las patas de la cama y nos ha amordazado tan fuerte que ninguno podemos hablar. Juan nos mira con una expresión de rabia desde una esquina de la habitación, inmovilizado con cuerdas y amordazado también.

—El deseo de esta mujer es tener sexo con otro hombre. Tu deseo es tener una pareja, y has salido ganador en el juego. Os concedo un comienzo para vuestra historia de pareja. ¡Ahora hacedlo!

Aquel loco quería que yo, gay, tuviera sexo con Marga, adicta al mismo. Aquí debo hacer un paréntesis para decir que nunca en mi vida me he visto atraído por una mujer ni he tenido la menor intención de acostarme con una. Marga me miraba  con una expresión de angustia, más por Ramón que por lo que yo pudiera hacer que, la verdad, podía hacer más bien poco.

—¡Hacedlo! —repitió— Y cogió estaba vez la sierra mecánica y la puso en marcha. —¡O acabaré con los dos de un solo tajo! —Y de verdad que lo intenté, aunque no era precisamente el tipo de situación relajada y chispeante propicia para el sexo. Pero es que no podía, sencillamente la excitación era imposible por varios motivos. Intenté zafarme de la mordaza, pero no lo lograba. Miré a Ramón, e intenté decirle lo que pasaba, sin que él entendiera nada, hasta que en un momento determinado, en un grito que salió de lo más profundo de mi corazón, conseguí atravesar con el sonido la mordaza y llegar a sus oídos:

—¡Soy gay! ¡Gay!— Grité. Ramón se quedó mirándonos, pero no sabía qué iba a hacer, si matarme solo a mí, a los dos, o acabar con los tres en una orgía de violencia. (Que habría dado mucha truculencia a la historia, pero ninguna resolución lógica). Apagó la sierra mecánica, la dejó caer, se acercó a mí y me quitó la mordaza, luego llevó la mano a mi cara y me observó, con una mirada que no supe como interpretar, hasta que finalmente acercó sus labios a los míos y me dio un profundo beso, que no esquivé, más por sorpresa que por otra cosa, porque el tipo me resultaba repulsivo.

—Yo también —dijo—. Te he estado esperando tanto tiempo… 

Mi desesperación llegó a cotas inimaginables. Aquel psicópata estaba enamorándose de mí, y así daba además cumplimiento a lo qué había deducido era mi deseo. No había solución para aquello, yo no sabía que hacer, cuando Ramón recordó algo, y dijo:

—Entonces,…¡Será  el otro el que lo haga con la chica! —y se giró. Pero solo fue para encontrarse con una escopeta de cañones recortados que le apuntaba directamente al pecho desde una esquina de la habitación. Era Juan , claro que era Juan, se había zafado de sus ataduras, aunque no de su mordaza, y disparó en el acto, atravesó a Ramón el pecho y acabó con su vida. (Momento de sorpresa en que el lector debe asimilar lo que ha leído).  Luego se quitó la mordaza  y dijo:

—Con todos los respetos, Miguel, con este tío mariconadas las justas. 

Solo diré que aquel día pasaron muchas cosas: yo corroboré que era tan gay, que ni siquiera para salvar mi vida había logrado excitarme junto al cuerpo desnudo de una mujer; Pepe murió y Marga se quedó sin él; y  a partir de entonces preferiría dejar a sus futuras parejas, antes que demandarles lo que no quisieran darle libremente. Por último, descubrí algo respecto al azar y la naturaleza humana cuando Juan me confesó que él sí se habría excitado, y mucho, porque Marga le atraía poderosamente hacía meses. Si el resultado de los dados hubiera sido diferente, probablemente ninguno de los tres habría vivido para contarlo. Aquella noche nos unió para siempre. Seis meses más tarde, Marga y Juan se emparejaron, mis relatos, no sé por qué, empezaron a tener una impronta que me granjeó más lectores hombres —hasta ahora mi público habían sido mujeres—, pero sobre todo se llenaron de reflexiones acerca del azar y el destino. Porque aquel día descubrí que una simple  y fortuita tirada de datos puede determinar nuestro destino para siempre.  

(Fin del relato). 


© Pedro Alcoba González 2021.