domingo, 7 de agosto de 2022

Diferente

    



    Las pesadillas y temores de las madres embarazadas solo las conocen ellas. Desde que el niño no salga adelante, hasta que tenga alguna malformación, o que nazca enfermo. Todos nacemos con una enfermedad degenerativan inexoreable que afectará a nuestros tejidos, neuronas y órganos internos y se llama oxidación, o vejez, para nombrarlo de otro modo; pero los futuros hombres y mujeres ancianos vivirán en la feliz ignorancia hasta más o menos la mediana edad. Y este es el último de los temores de las madres. 

Sin embargo, el absolutamente irracional temor de Elena no era convencional. Por algún motivo que solo ella conocía, y quizá porque estaba acostumbrada a ver noticias insólitas de bebés o crías de animal desproporcionados en las revistas de divulgación científica, creía que su bebé nacería con una gran nariz o con unas orejas enormes. Elena era una mujer morena y esbelta, con una silueta proporcionada. No había ningún motivo para pensar que sus hijos no fueran a ser sanos. En el momento que las madres son bombardeadas por la publicidad de potitos y ropa de bebé con imágenes de bebés tersos, suaves, sonrosados y achuchables, ella solo veía  imágenes tremebundas de un bebé con una cabeza enorme, o con la nariz o las orejas hiperdesarrollados. De nada sirvió la idea de Roberto, su marido, de llevarla al psicólogo.

Cada vez que el este le indicaba que las imágenes que la atormentaban no existían más que en su imaginación, y que la probabilidad de que un bebé saliera con una malformación así era extremadamente baja, ella le argumentaba preguntando que por qué entonces aquellas imágenes no dejaban de inundar su mente, a pesar de que trataba de alejarlas y contravenían toda lógica. El psicólogo no tenía respuesta para aquello. A veces lo que sucede en la oscuridad del subconsciente no tiene sentido más que en la propia mente del que lo padece.

Pero Elena era sin duda tenaz cuando una idea le rondaba, así que se propuso averiguar dónde estaba el origen de sus temores. Preguntó a Micaela, su madre, la abuela del futuro bebé, y la mujer, que ya portaba las arrugas del comienzo de la ancianidad, le hizo saber que sus temores habían sido parecidos antes de que ella naciera. Ella en su imaginación había elaborado la idea de que su bebé nacería con orejas y trompa, como ellos. 

—Pero —le dijo con ternura a la futura madre— naciste tú. Y ya ves que no tienes nada de elefante. 

Y era verdad, porque Elena era realmente una mujer muy guapa. No era solo la proporción de sus formas, era también el color sonrosado de sus mejillas, sus labios perfectamente delineados, unos alegres ojos verdes y su bonita sonrisa. Había tenido muchos pretendientes, pero ella se había quedado con Roberto, que le parecía el más sólido de todos. Porque, bajo la apariencia de mujer inteligente y bella, latía un ser frágil, temeroso e inseguro, quizás a causa de su padre, un hombre fuerte y rudo, que solo sabía imponer su disciplina en casa mediante puñetazos en la mesa y voz iracunda. Elena había tenido tres hermanos, todos ellos habían sido bebés sanos y hermosos, como ella, pero nada podía alejar de su cabeza sus temores. De conversación en conversación, el psicólogo dio con la causa de su obsesión.

Cuando era adolescente, en una terrible discusión con su padre,  que no la dejaría estudiar Bellas Artes, lo que en realidad más le gustaba en la vida, le espetó a su padre:

—Yo me casaré con un hombre diferente a ti. ¡Un hombre sensible!

El padre tampoco se quedó corto:

—Si te casas con un hombre sensible, nunca tendrás hijos, ¡y si los tienes, saldrán mal!

Aquella frase era un ancla en sus recuerdos, y Elena se dio cuenta de ello cuando recordó su historia con Manuel. Era un joven delicado y sensible, que la había amado mucho, y ella también a él, pero lo había descartado después de varios meses de relación. Sencillamente, pensaba que con él no saldría adelante, pues su nada práctica vocación era la escritura.

Poco después llegó Roberto, ingeniero industrial, y decidió consentir en que la sedujera, hasta que acabó lográndolo. Si bien no le amaba, las relaciones que tenía con él eran tan placenteras, que al final la tenacidad de Roberto y la anuencia de su padre la llevaron a casarse con él. Una voz interna le decía, inconscientemente: “con él tendré bebés sanos y fuertes”. 

Mientras tanto, la herida seguía ahí, enterrada en el mismo lugar. Su madre había puesto la tierra, el temor que se había transmitido de madre a hija, y su padre había sembrado en él la semilla con la maldición de unos hijos que no salieran bien, según sus palabras, lo que la imaginación poderosa de Elena había convertido en terribles malformaciones.

Así se fue acercando el día en que iba a dar a luz. El trabajo con el psicólogo había ido desmontando la irracionalidad de la idea que la atormentaba, y la seguridad de Roberto, que estaba convencido de que nada iría mal, la respaldaban, pero sobre todo lo hacían las ecografías que ya permitían ver a un bebé perfectamente normal.

Elena empezaba a tranquilizarse, cuando un día abrió su correo electrónico y encontró un solitario correo de su antiguo pretendiente Manuel, que parecía llamarla con una voz tierna como la que él usaba con ella.

“Léeme solo cuando estés tranquila", decía el asunto del correo. Elena decidió que sus temores pasados habían ido desapareciendo, así que le pareció que sí era un momento oportuno para enfrentarse al correo de su antiguo amante.

“Querida Elena —comenzaba—, te sorprenderá que te escriba después de tanto tiempo. Sé que te has casado con un hombre llamado Roberto. No te preocupes, esta no es la típica carta del antiguo enamorado destinada a sabotear tu relación actual. De hecho, te deseo que todo te vaya bien con él. De algún modo yo no habría sabido hacerte feliz. Sin embargo, me parece importante aclararte algo, porque he sabido que estás embarazada.”

Un cierto sobresalto sacudió a Elena cuando mencionó su embarazo.

“Por descontado, te deseo lo mejor para ti y también para el bebé. Sin embargo, creo necesario comunicarte el resultado de una larga serie de pruebas médicas que me he hecho, que me han tenido muy preocupado hasta ahora. Tengo una bacteria llamada mycoplasma genitalium. Es relativamente rara, pero se transmite por vía sexual. Como da síntomas pasado mucho tiempo después de transmitida, o incluso puede no dar síntomas en años, te recomiendo que acudas a un especialista. Esta bacteria puede provocar partos prematuros en las mujeres o complicaciones en el embarazo.”

El sobresalto sacudió a Elena con fuerza, y sus ojos se abrieron como platos.

“Siento mucho no habértelo podido decir hasta ahora, pero ni yo lo sabía, y me ha parecido honesto que lo sepas. Espero no haberte contagiado y que todo vaya fenomenal con tu bebé. No tienes por qué tener la bacteria, es muy posible que no la tengas, pero no estaría de más que te hicieras alguna prueba.”

“Te guardo un afecto profundo y te deseo lo mejor. Perdóname si involuntariamente te causé algún mal, como este cuya posibilidad espero que descartes pronto.”

“Un abrazo.”

Cuando Elena terminó de leer el mail, casi entró en pánico. Estaba lívida por fuera y por dentro, el temor la agarrotaba la garganta y la boca del estómago. Especialmente se llevaba los brazos al vientre. Estaba ya de seis semanas y media. ¿Podría adelantarse el parto a causa de la bacteria?

Decidió actuar con rapidez, pero sola. No quería decírselo a sus padres, no quería dar a su padre la satisfacción de que pensara que había acertado en algo, tampoco era algo que Roberto fuera a llevar bien, dado que el mal provenía de un antiguo enamorado. No, lo que tenía que hacer tenía que hacerlo ella sola.

Al día siguiente acudió al médico para hacerse la prueba y descartar la bacteria. Su ginecólogo, tan buen profesional como amigo, entendió la situación al momento y Elena se sometió al análisis.  Tras mandarla a su casa, tardó menos de una hora en citarla de nuevo. Ya el hecho de haberla citado, y que no hubiera resuelto el asunto con una llamada, era revelador, así que Elena se dirigió a la consulta como reo llevado al patíbulo. Tras hacerla entrar en su despacho, el doctor Cifuentes le pidió que se sentara:

—Mira, Elena, no quiero andarme con rodeos, pero tampoco quiero que pienses que la situación es la peor, o que no tiene solución. Las pruebas han dado positivo —Elena se estremeció—. Pero —añadió el médico con suavidad—, eso no quiere decir que tu hijo vaya a nacer antes de tiempo, ni que vaya a haber complicaciones. He repasado lo que sabemos de esta bacteria, y  te voy a pautar un tratamiento para evitar que afecte a tu bebé.

A medida que iban pasando días y semanas, Elena descartaba con alivio la posibilidad de un parto prematuro. Pero, pese a la advertencia de su ginecólogo, no pudo evitar ponerse en lo peor. Inició el tratamiento poniendo todo de su parte, pero ese todo no era mucho, su cabeza estaba secuestrada emocionalmente por la posibilidad de que su bebé naciera prematuro, muriera en el parto o tuviera malformaciones.

Su marido la apoyó enormemente durante ese tiempo, se refugió en él para tranquilizar sus temores, relajar su mente y confortar su espíritu, pero no podía evitar ponerse en lo peor. Si el parto saliera mal, no podría refugiarse en nadie, ni siquiera en él. No contaría nunca lo que había pasado a su marido, ni quería darle a su padre la satisfacción de que había acertado, porque había sido Manuel quien le había transmitido aquello, el tipo de hombre que él hubiera rechazado. Todo se quedaría en un secreto de confesión con su ginecólogo. 

Así pasaron las últimas semanas de su embarazo. Cuando llegó el día del parto, Elena estaba cada vez más nerviosa, por supuesto la pusieron la anestesia epidural, y el dolor del parto fue atenuado, pero no así el nerviosismo de la parturienta.  Todo el proceso duró cuatro horas, pero la última hora Elena la vivió en un continuo delirio en que imaginaba dar a luz un bebé con claras malformaciones en las orejas y la nariz, mientras sufría los dolores físicos del parto. Estos, aunque importantes, no lo fueron tanto como los  psicológicos.

Pero al fin dio a luz. El doctor Cifuentes extrajo al bebé, le hizo llorar, cortó el cordón umbilical, lo examinó por arriba y por abajo, y llegó a la conclusión de que era  totalmente normal, salvo por una pequeña característica, que no quiso decir a la agotada madre. Cuando ella lo vio, ya no quiso separarse de él. El contraste entre lo que había imaginado y lo que veía era grande. Tanto le atraía el bebé, tan intensa era la sensación al tocarlo y abrazarlo y tan feliz se sentía que, tras preguntar al médico si tenía algún problema y obtener una negativa, se relajó por fin y olvidó sus temores.

Cuando por fin se serenó la joven madre y se quedó profundamente dormida, el doctor Cifuentes aprovechó el momento y llamó a sus colegas de neurología y psiquiatría.

Mientras Elena dormía, sometieron al bebé durante horas a radiografías, resonancias y otras pruebas. Después de casi una noche en blanco, en la que todas rehusaron irse a casa, llegaron a una conclusión. El doctor Cifuentes los despidió a todos con agradecimiento. Después se fue él también a casa, pero al llegar a ella, no descansó. 

Introdujo en el ordenado el CD en el que habían guardado las imágenes y volvió a apreciar lo que había visto tantas veces, y que le había producido la inquietud inicial. Amplió poco a poco con paciencia la imagen escaneada del cráneo del bebé, la giró hasta que estuvo  a su gusto y allí estaba: el hueso frontal del cráneo, que normalmente se conecta perfectamente con el parietal, formando una semiesfera, en el caso del bebé de Elena, tenía un ligero ensanchamiento en la parte que corresponde a las sienes.

El médico se llevó la mano a la frente como había hecho varias veces esa noche, porque ese era, en efecto, el característico lugar donde se produce un ensanchamiento en el cráneo de los elefantes, bajo el cual se sitúan los ojos del animal.

Tras la consulta a los neurólogos, estos le aclararon que el cerebro era también anormalmente grande, y la causa solo podía ser la bacteria que la madre portaba.

Sin embargo, y por una sorprendente e inesperada carambola genética, tras algunas pruebas a las que habían sometido al bebé, este presentaba un desarrollo cognitivo anormalmente avanzado. El médico se quedó mirando de nuevo la pantalla. Confirmando los temores de su madre, el bebé de Elena era diferente.

Portaba una mutación que lo hacía, simple y llanamente, superior.


© Pedro Alcoba González 2022.