jueves, 1 de septiembre de 2016

Subirse al tren (Relato)



Subirse a un tren en marcha no es tan fácil como en las películas. Pero había que hacerlo, demostrárselo al idiota.
-Me da miedo subirme, Míchel. -me dijo Clara la primera vez que se lo conté.
No es raro que una emo exprese sus emociones, pero Clara es gótica, joder, se supone que a los góticos les atrae lo oscuro y la muerte. Se supone. En cualquier caso, al final logré convencerla.
Ya habíamos hecho lo más difícil. Nos habíamos fugado del instituto en la hora del descanso, ante las mismas narices del idiota. Se trataba de demostrar que, si queríamos, no nos pillarían nunca.

-Todo esto no sirve para nada. ¡No tiene aplicación!.
El idiota defendía que la física tenía infinidad de aplicaciones. Y yo la odiaba. Cuando acabó de exponer a gritos su postura tuve aún energía para replicar
-¡La velocidad, el peso, la inercia, no sirven de nada como las explica!. Usarlas para  una fuga, por ejemplo, ¡eso sí que es útil!. ¡Usarlas en movimiento!
-Pues ponte en movimiento hacia el despacho del director  -me dijo el idiota. La carcajada fue casi unánime. Menos Clara y una de sus amigas. 

Esa era la vergüenza que recordaba al acercamos a la estación. La humillación del idiota.
Yo había calculado la hora a la que pasaría el tren. El problema era que el nuestro no paraba, porque no era un cercanías, sino un tren de largo recorrido que nos llevaría a Francia. 
Hasta ahora, Clara había demostrado que con una horquilla que ya no usaba (es gótica, ¿recordáis?) se podía forzar la cerradura de la puerta del patio. Y los dos, habíamos demostrado que éramos considerablemente veloces.
Solo faltaba subirse al tren, que aminoraba hasta unos diez kilómetros por hora al llegar a la estación. Yo era bastante bueno en carrera, pero Clara iba más despacio. Era solo cuestión de alcanzar el tren a esa velocidad y subirse al vagón de mercancías, totalmente abierto al exterior.
Cuando llegamos, el tren ya entraba en la estación, así que le dije a Clara que corriera más. Yo estaba casi a la altura de las vías, pero ella no. Teníamos que hacerlo los dos, ¿de qué sirve el éxito si no puedes compartirlo? Por fin, Clara me alcanzó cuando la locomotora llegaba ya a mi altura.
-Ahora no dejes de correr. -le dije. 
Teníamos que reducir la velocidad para mantener los dos el mismo ritmo que el tren, hasta el salto. Yo pensaba entonces en el idiota: de qué le serviría calcular la velocidad exacta del tren, su inercia o nuestro peso. Lo que importaba era el momento decisivo. Y era ese.
-Saltaré yo primero. -El tren comenzaba a acelerar. Así que salté y rodé sobre el suelo del vagón, me hice mucho daño al caer.
-¿Te has hecho daño?
-No, nada. -dije -Salta tú. -Clara pesa casi lo mismo que yo, no podía levantarla.
-No puedo, no me atrevo.
-¡Tienes que hacerlo!
-¡Me da miedo! -gritó. 
El tren empezaba a acelerar. No había tiempo. Pensé en mi plan de emergencia.  Podía funcionar o no, pero era lo único que tenía. Así que formé bocina con mis manos y grité con todas mis fuerzas
-¡Volveré a bajarme del tren, te mataré y luego me suicidaré!
El tren aceleraba otra vez, y entonces sucedió: ¡Clara saltó! Lo sabía, sabía que lo haría, ya os dije que es gótica… Todo ese rollo de que les atrae la muerte solo oculta el pavor que le tienen.
Nos quedamos los dos tumbados sobre el suelo del vagón, que se alejaba cada vez más rápido de la estación, hacia otro país, hacia otro mundo.
-Me dijiste que no te habías hecho daño.
-Mentí- le dije sonriendo.
-Cabrón -dijo ella. Pero también sonrió.

© Pedro Alcoba González 2016