lunes, 9 de julio de 2018

La espada (relato)


Los niños tienen una atracción innata por las espadas, pero permítanme que ponga en duda, discursos igualitarios y antisexistas aparte, que las niñas compartan la misma atracción. Por eso cuando mi padre que en paz descanse me regaló una de madera, hizo las delicias de mi infancia. Vivíamos en un pueblo de la albufera valenciana, y mi familia tenía arrozales. Era mi padre propietario de una gran extensión.
—El arroz, hijos míos, es lo que nos da de comer todos los días —decía. 
Asi que mi padre encomendó a mi madre la labor de darnos todos los días arroz, con un juego intrincado entre metáfora y realidad. Es decir, no solo el arroz nos daba de comer todos los días, sino que además comíamos arroz —literalmente— todos los días.
El ingenio de mi madre para que cada día lo comiéramos de un modo u otro no tenía límite. Primero empezó con lo convencional: paella, arroz a banda, arroz negro, arroz marinero….Pero pronto una variedad de arroz cada día, y rematar el sábado con arroz con leche de postre, dejó de ser suficiente.
Así que comenzó a innovar... Y eso implicaba buscar recetas de  arroces cocinados de otras tradiciones culinarias, como el arroz cantonés o el vietnamita. La inventiva no cesaba, y era increíble la cantidad de platos de arroz que era capaz de crear. Pero, ya fuera porque se aburrió de ponérnoslo de primer plato, o simplemente porque le apetecía, empezó a buscar recetas que utilizaran el arroz como ingrediente, sin que necesariamente acabaran en un plato en que se apreciaran los granos. Como segundo plato descubrió las hamburguesas de arroz, las salchichas con arroz, la morcilla de arroz y —créanlo o no— el arroz en papillote. Después se pasó a los postres y a partir de entonces probamos, que yo recuerde, tarta de arroz con chocolate, pastel de arroz, pudding de arroz, horchata de arroz,  galletas de arroz. Y, por supuesto, en ocasiones hacía pan de arroz. En algunas de estas obras maestras horneadas no se veía el arroz por ningún lado, pero mi madre aseguraba a mi padre, y si dudaba mucho le mostraba la receta, que ahí estaba. 
Yo por aquel entonces tenía tan solo siete años, y andaba de acá para allá con una espada a la que llamaba “colada”, porque había leído una versión para niños del Cantar del Mío Cid.  Colada era de color blanco y estaba tallada de una pieza en madera. Mis padres me seguían la broma, pero mi hermana, seis años mayor que yo, estaba ya harta de mi espada de madera; y especialmente le molestaba que la llevara a la mesa (quien quiera ver implicaciones freudianas en esto  no será censurado).
Yo solía ponerla sobre la mesa, al lado de mi plato, apuntando hacia el centro de la mesa y a mi hermana aquello le crispaba los nervios.  La mantenía allí hasta que ella se quejaba y mi padre me conminaba a guardarla bajo la mesa, pero no cedía yo nunca de primeras. Me gustaba tenerla allí. Yo era tan testarudo como mi padre, pero no contaba con que mi hermana había heredado la creatividad de mi madre.  Así que puso su mente en marcha hasta que encontró una solución. 
Un día que yo había estado especialmente activo con la espada, la llevé invariablemente a la mesa, y poco después me levanté con una orden ineludible de levantarme para lavarme las manos. Mi madre no estaba aquel día, pues había ido a hacer una compra a un mercado lejano y se había retrasado. Solo estábamos, pues, mi padre, mi hermana y yo.
Cuando volví me encontré un cuadro insólito. Mi hermana se había atrevido a coger mi espada, me miró con expresión fría y me dijo. 
—Estoy harta de tu maldita espada, así que hoy es el último día que la vas a ver.



—Ah, sí? —dije yo—¿Y qué vas a  hacer? —dije sonriente mirando a mi padre, a quien sabía cómplice mío en el tema de la espada.
—Romperla —dijo mi hermana—. Y acto seguido convirtió en acto su palabra y la partió en dos con una facilidad increíble.
Yo, por supuesto, fui hacia ella con lágrimas en los ojos, dispuesto a vengar semejante ultraje.  La humillación era doble, si cabe, porque mi hermana no dejaba de reír y mi padre sonreía misteriosamente. Rodeé la mesa y ,cuando ya estaba cerca de ella, hizo algo que me sorprendió aún más.
—Pero tonto, si a mí también me gusta tu espada. De hecho, mira —Y en aquel momento cogió uno de los trozos de la espada y se la metió en la boca—. Me encanta. —Y ni corta ni  perezosa pegó un mordisco al aquel fragmento roto de la espada y empezó a saborearlo—. Yo no entendía nada. ¿Esa era mi espada de madera? ¿Cómo la había roto tan fácilmente? ¿Y ahora se la comía? 
—¡No puedes hacer eso! ¡Papá, dile que no puede! —Yo lloraba desconsolado y miraba a mi padre, que había permanecido sonriente, cuando inesperadamente sacó de debajo de la mesa otra espada y me la tendió, riéndose ya como mi hermana.
—¡Toma, toma, Sergio, no te enfades! —Me dijo—. Aquí está tu espada. Yo la cogí, pero protesté: 
—¡Pero yo quiero la mía! —dije yo mirando la que yacía sobre la mesa en dos mitades
—¡Pero si la tuya es la que tienes en la mano, tonto! —dijo mi hermana. —Toma, prueba esta, ¡está muy buena! —dijo, mientras partía un trozo  más de la que tenía en sus manos. 
Yo miré a la espada rota, la que tenía en mi mano tras habérmela dado mi padre, y por fin a él, sin entender nada.
—Esta espada es un pastel de arroz, Sergio, tu hermana te ha gastado una broma —dijo, y cogiendo el otro fragmento de la espada rota, separó también un trozo pequeño y se lo comió, brindándome otro para que lo comprobara por mí mismo. Yo lo probé, indeciso primero, y luego con gusto, pues mi hermana se había esmerado en hornear aquella espada de arroz; y mis padres la habían ayudado, encantados con la idea, aunque por distintos motivos. A mi madre tampoco le gustaba que yo pusiera la espada en la mesa, pero a mi padre le encantaba que mi hermana hubiera dado forma a una espada con el elemento alimenticio más importante de su vida.
Ni que decir tiene, que desde aquel día perdí la costumbre de llevar la espada a la mesa. La impresión de verla de repente partida en dos, y luego hecha pedazos, aunque no fuera verdaderamente mi espada, fue demasiado fuerte. Aquella espada de arroz no era muy firme, pero fue igualmente eficaz para derrotarme. En adelante no me bastaría llevar una espada de juguete para sentirme confiado, y aprendí que los adultos (y mi hermana, que  era ya una adolescente), tenían armas más mortíferas —sobre todo la inteligencia— que yo debía aprender a manejar.


© Pedro Alcoba González 2018, excepto la imagen que acompaña al artículo.