lunes, 12 de agosto de 2019

El viajante o cómo hacer crítica social sin que se note




Desde Nader y Simin, una separación (2011), esta es la tercera vez consecutiva que el cineasta iraní Asghar Farhadi cuenta una historia sobre una crisis en una pareja. En la primera la separación de Nader y Simin simbolizaba las contradicciones de todo un país. En El pasado (2013) la crisis la tenían un iraní y su mujer francesa, con sus dificultades para regresar a su patria y los problemáticos personajes secundarios que les rodean. Con El viajante (2017) vuelve  otra vez a una pareja netamente iraní y aparentemente sana al comienzo de la película, cuya situación empieza a alterarse cuando se ven obligados a mudarse del edificio donde se encuentran.

El tono de El viajante es totalmente realista. De hecho, sus planos generales desde la azotea de los edificios de Teherán muestran la ciudad tal y como es en la actualidad, y los edificios en los que se mueven los protagonistas se muestran con su suciedad y sus defectos. Este planteamiento realista únicamente tiene el añadido de que la pareja protagonista (profesor él, mientras que no está clara la profesión de ella) trabajan ambos un el montaje de una obra teatral (Muerte de un viajante, de Arthur Miller). Aunque la historia que narra la obra y la que cuenta la película no tienen mucha relación, ambas hablan de la realidad cotidiana de una pareja (si bien la de la obra de teatro cuenta con una pareja mayor con hijos, y el padre al borde de la jubilación).

En lo que sería  primer acto de la película, el director y guionista se toma su tiempo para caracterizar a Emad (el hombre) como una persona atenta y respetada, que tiene gestos con sus vecinos y no se altera cuando una mujer se aleja de su lado en un transporte público. La mujer Rana, de la  que sabemos poco, está como en cierto modo subordinada a su marido, pero no más que otras mujeres similares a ella en Irán. Emad y Rana se ven obligados a dejar el piso donde viven por haber grietas  y un compañero de la obra teatral en que trabajan les ofrece el alquiler de un piso para alojarse en él. 

Todo cambia en la vida de la pareja cuando por error Rana deja entrar a un hombre en su apartamento, pensando que es su marido, y este la agrede. Se desencadena una situación que parece bordear lo trágico al llegar su marido y encontrar rasgos de sangre. Toda la escena de la agresión es una hábil elipsis para que el espectador se coloque en el mismo punto de vista que el marido.

Poco a poco nos vamos a enterando de que el misterioso visitante en realidad venía a ver a la antigua inquilina, que descubrimos que es una mujer de dudosa reputación (probablemente prostituta). 

A partir de la agresión, la relación entre Emad y Rana empieza a resentirse, afectando también a la obra en la que ambos participan. De hecho, junto al agresor, al que no conocemos hasta el tercer tercio de la película, hay un cuarto personaje, colectivo, que sería, de algún modo, “la sociedad iraní”. Este personaje toma cuerpo en los vecinos, que les dejan caer comentarios sobre la inutilidad de denunciar, pero que al mismo tiempo le hacen ver la importancia de la situación  lo indignante que es, lo que poco a poco va minando también la salud de la pareja. Rana se debate entre culpabilizarse y demandar a su marido que haga algo. Emad, por su parte, va evolucionando del buen carácter que tenía al comienzo de la película hasta una dureza e intolerancia cada vez mayor en todos los ambientes. Se vuelve más severo con sus alumnos y en algún momento estalla con su esposa, por no saber cómo actuar. El segundo tercio de la película llega a su punto álgido cuando ambos tienen un pequeño invitado a cenar (el hijo de una de las actrices de la obra) y Emad descubre que Rana ha comprado la comida con el dinero que, en su despiste, dejó el agresor (para pagar los servicios de la prostituta). Paralelamente al enrarecimiento de la atmósfera entre Rana y Emad, este va haciendo una investigación detectivesca que le va llevando hacia el agresor. 

El juego de espejos

Y aquí es donde entendemos la razón de ser del título del film, pues descubrimos que la profesión del agresor es viajante. De hecho, tiene una edad parecida a la que tendrá aproximadamente Willy Loman, el protagonista de la obra teatral. El tono de ambas historias (Muerte de un viajante y El viajante) evoluciona de igual manera de la cotidianeidad a lo sórdido. La película va pespunteando con escenas de la obra teatral lo que sucede en la trama; pero el paralelismo entre obra teatral y película queda reducido a su esencia, pues el único nexo es  la profesión del personaje protagonista de la obra y de un secundario de la película (el agresor). Sin embargo, la situación de ambos es también similar vitalmente (están próximos a la jubilación), como también lo es el hecho de basar su vida de algún modo en la impostura. 

El eficaz tercer acto de la película va precipitando todo hasta un desenlace inesperado. Asghar Farhadi cuenta con eficacia un guión que es una pieza de relojería, desde la metáfora inicial de la crisis de la pareja que se prefigura con las grietas en las paredes de su hogar, hasta el desenlace no por esperado menos terrible. Podríamos decir que a Farhadi no le importa tanto la estética como la narrativa, y que el punto de vista elegido para colocar la cámara es en función de la historia y los personajes. A veces más cerca de su cotidianeidad más íntima (omitiendo, como es lógico en una película iraní, las escenas de cama), a veces más cerca de su ámbito social, pero conocemos a los personajes en todos sus ámbitos. Y la omnipresente vergüenza, la importancia de las apariencias sociales, no necesita ser acentuada por la cámara, porque el guión es absolutamente eficaz con los diálogos para ello.

Otro de los aciertos del director es una magnífica dirección de actores, en que ningún personaje sobresale o se comporta de manera no realista. Poco a poco vamos conociéndolos a todos, y es un acierto de la dirección de actores y los propios intérpretes, que nos resulten totalmente de carne y hueso, el tipo de personas que podríamos conocer, salvando las distancias de que vivan en la sociedad iraní, un entorno social y cultural totalmente diferente al occidental. 

Cómo hacer crítica sin que se note


Debemos también hacer mención al rol de la censura, desde las dificultades de la obra teatral para presentarse superando las trabas de la misma, hasta lo risible de que un personaje que debería aparecer medio desnudo (la amante de la obra Muerte de un viajante) aparezca vestida y con pañuelo. Pero lo terrible de la censura no es la externa, sino la presión social que hace que los personajes se auto-censuren, y no acudan a la policía por las posibles vergonzantes consecuencias. A partir de que eligen esto (y no parece que tengan muchas opciones, si no quieren remar a contracorriente en la sociedad en que viven), se meten en un callejón sin salida que poco a poco dinamita la relación de pareja, paradójicamente sin que ellos sean culpables de nada.

Y he aquí el gran acierto de la película: al narrar en paralelo la película y el montaje de la obra, sin abandonar este juego de espejos nunca, se evidencia que los personajes no solo interpretan un papel en la obra, sino también en la propia sociedad. En el fondo, siempre estamos expuestos a la luz pública en nuestro rol profesional, o con nuestros propios vecinos, y la importancia que tiene esta exposición en una sociedad gobernada por unos ciertos códigos morales, atrapa a los personajes en una tela de araña de la que es muy difícil salir. Si bien es cierto que los personajes toman decisiones de las que son totalmente responsables, también lo es que estas se ven condicionadas por el entorno social en que viven, y una pareja normal, incluso bondadosa, puede convertirse en algo muy distinto, a causa de esto.

Contar todo esto, sin que en la película se vea el menor atisbo de crítica directa a la sociedad iraní, o a la sociedad en general, es el gran acierto de un director que no deja de sorprender por su maestría narrativa.