domingo, 26 de septiembre de 2021

Laurencio Soto (relato)


  

   Laurencio Soto era el escritor perfecto, y muchos lo admiraban. Bueno, en realidad, deberíamos decir que lo amaban. Pero claro, antes del escritor perfecto,  Laurencio era en verdad el hombre perfecto. Laurencio no era delgado ni gordo. A Laurencio no le sobraba ni le faltaba un gramo. Tenía, simplemente, el peso perfecto para su altura y constitución. Su pelo era, sencillamente, el que debía ser, los cabellos surgían paralelos de su cráneo para alcanzar exactamente la misma longitud, peinados cuidadosamente con una raya trazada con milimétrica exactitud. ¿Qué decir  de  su sonrisa?. Sus comisuras estaban entrenadas como marines para estirarse en grado justo, para trazar una curva que no fuera ni excesiva ni parca, nimbando unos alineados dientes de un blanco deslumbrante que cautivaba a su audiencia. Su voz era grave, pero con el timbre melódico justo. La inflexiones, proporcionadas a su parlamento, nunca por encima ni por debajo de la adecuada expresión de las palabras.

 Su conversación era correcta, no faltaba al respeto ni tenía salidas de tono, pero tampoco resultaba aburrido. Para nada. La conversación  de Laurencio tenía el grado justo de interés, amenidad y simpatía para caer bien a cualquier interlocutor. Si Laurencio tenía que cargar las tintas o subir el tono, lo hacía en el momento exacto, con el tono preciso para recalcar aquello que quería decir. Si Laurencio se enfadaba con alguien, lo hacía de modo tan equilibrado que hacía dudar de si de verdad se había enfadado.

Con estos mimbres, era normal que Laurencio resultara un escritor excelente. Pero no podemos decir que lo fuera de manera llamativa. Las novelas de Laurencio estaban a medio camino entre el éxito editorial y la calidad literaria. En realidad, estaba perfectamente equidistante entre ambas. Gustaba tanto al gran público como a los más exigentes críticos, que se esforzaban por buscar fallos en sus textos, y se desesperaban por no encontrarlos. El gran crítico César Bolero se devanó los sesos durante varios días con sus noches y algunos vecinos, la víspera de publicar su crítica, juraron que le habían oído gritar. “¡No puede ser, es demasiado perfecto!”. El triste caso de César Bolero, que después de entregar su crítica decidió dedicarse a las necrológicas, era del todo comprensible y no fue el único. Era casi imposible encontrar fallos tanto en la obra como en la personalidad de Laurencio Soto; todos aquellos que lo intentaron habían fracasado estrepitosamente.

Laurencio había logrado ya numerosos éxitos con sus libros publicados, organizado importantes eventos y asistido a miles de tertulias, con igual éxito en todas ellas. No solo porque su opinión había resultado la más equilibrada y mesurada de cuantos asistieron, sino porque todos los contertulios sin excepción que habían acudido coincidían en una simpatía similar por él. “¡Qué simpático es este hombre!” —decían unos. “¡Y qué buena persona!” —decían otros. “Y además escribe muy bien” —concluían la mayoría.  Todo, en definitiva, iba bien, o quizá la palabra correcta fuera que siempre se movía dentro de la normalidad de Laurencio. O, si debemos ser más precisos, Laurencio no era normal, era hipernormal.

Y así era, y hubiera seguido siendo por muchos dichosos y equilibrados años, hasta que Laurencio encontró la horma de su zapato. Se trataba de la profunda, grave y al mismo  tiempo sensible y emocional escritora Noelia Redondilla. Donde Laurencio era equilibrado y constante, Noelia era variable y alterable. Donde Laurencio ponía mesura y sosiego, Noelia ponía emoción y estridencia. Tal vez por eso -o porque en realidad se le había pasado ya la edad de merecer, como le habría dicho su madre- Laurencio entró por el aro, pero no rozándolo ni de casualidad después de dar unas vueltas en el aire, sino por todo el centro y hasta el fondo. Desde que conoció a Noelia Redondilla, y años después se casaron, ambos fueron uña y carne, una pareja similar a Sherlock Holmes y el Dr. Watson, Don Quijote y Sancho Panza o Romeo Montesco y Julieta Capuleto, si les hubieran dejado. Lo que Laurencio hacía, Noelia lo compartía. Vivían juntos, escribían juntos, cocinaban juntos e iban de compras juntos. Paseaban por el barrio, una y otra vez, dejándose ver y luciendo él esposa y ella marido.

Tuvieron, por supuesto, dos hijos, la parejita, un niño y una niña (no podía ser de otra manera, pues algo diferente habría causado falta en el historial de perfección de Laurencio) y escribieron dos novelas al alimón, es decir, a cuatro manos.  Invitaron a sus amigos a la presentación de sus libros, y en todo se percibió la armonía de la pareja, cómo se cedían la palabra el uno a otro y el discurso resultaba un todo homogéneo y fluido, en el que era difícil hallar fisuras.

Sin embargo, a los cinco años de casados, Laurencio Soto apareció muerto en su escritorio una mañana. Su viuda, desolada, acudió a la policía, pues no se podía explicar su fallecimiento. Laurencio era, por supuesto, deportista, hacía buena dieta, no tenía ningún vicio y había gozado siempre de una salud de hierro. Sin embargo, había sufrido un infarto. Tras una larga autopsia el médico forense descubrió la causa de la aparente contradicción. Como si se tratara de uno de los personajes de sus novelas, Laurencio había sido envenenado.

Tras varias semanas de pesquisas infructuosas, alguien se puesto en contacto con el inspector que llevaba su caso en la comisaría del distrito. 

—¿Inspector Márquez? —dijo una voz al otro lado del teléfono—. ¿Lleva usted el caso de Laurencio Soto?

—Así es —contestó lacónicamente el susodicho—. ¿Tiene algo que nos pueda ser útil?

—Claro está —dijo la voz al otro lado del teléfono—. Ese hombre era un impostor.

—¿Quién? —El inspector Márquez se caracterizaba por las preguntas breves.

—El supuesto Laurencio Soto.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque lo asesiné por ello.

—¿Y usted quién es?

—Yo soy el auténtico Laurencio Soto.

Aquello desconcertó al inspector hasta tal punto, que no se despegó del teléfono hasta que hubo sabido la verdad. El que creían Laurencio Soto no era Laurencio Soto, sino su hermano Vitrubio. El inspector escuchó la historia de principio a fin. Laurencio y Vitrubio eran mellizos, pero la casualidad o el destino quiso que Vitrubio fuera equilibrado, atractivo y con un don de gentes que rayaba la  perfección, mientras que Laurencio era más bien feo, dado a comportamientos antisociales y con grandes altibajos emocionales. Pero, sobre todo, Laurencio tenía un verdadero don para la escritura, mientras que su hermano apenas sabía juntar unas cuantas frases con cierto estilo. Interesado tan poco en la vida social como su hermano en la literatura, Laurencio propuso a Vitrubio un trato. Sería su negro, el que escribiría toda su obra. Vitrubio se convertiría en el relaciones públicas y la estrella en el escenario, mientras Laurencio se ocuparía de construir una obra lograda en la sombra. A cambio de ello, y de que ambos pagaran las facturas con los ingresos de sus novelas, los hermanos acordaron intercambiar los nombres, porque a Laurencio solo le interesaba ver su nombre en las portadas de las obras y pasar a la posteridad.

—¿Y? —dijo el inspector Márquez.

—¿Y qué? —dijo el verdadero Laurencio.

—¿Por qué decidió matarle?

—Yo no le hubiera matado —se oyó una voz quejumbrosa—, todo fue culpa de ella.

—¿De quién? ¿De la mujer de Laurencio?

—No, de la mujer de Vitrubio. Mi cuñada.

—Es verdad, perdóneme.

El inspector Márquez escuchó el resto del relato. Según parecía, Vitrubio se había enamorado, y todo había ido más o menos bien al principio (en realidad a Laurencio le importaba un comino la vida privada de su hermano). Pero Noelia, no contenta con que Vitrubio la proporcionara dos hijos, un chalet en la sierra, un descapotable rojo y colmara todos sus caprichos, quiso un día también que escribieran libros juntos.

—Pero su hermano no era el que escribía los libros… —dijo el inspector.

—Así es. Mi hermano, harto de fingir todos los días que se encerraba en su despacho a escribir cuando en realidad pasaba allí las horas muertas, decidió contarle la verdad. Así que  me la presentó, con la finalidad de poder escribir libros conmigo, es decir, con él, porque ella lo que quería era compartir el éxito con su marido, y para eso su nombre tenía que figurar también junto al de él.

—¿Y usted accedió?

—Sí

—¿Y?

—¿Y qué? —dijo otra vez Laurencio, que empezaba a hartarse de las preguntas cortas del inspector.

—¿Por qué la mató? Aparentemente, ella entró a formar parte del trato que tenía usted con su hermano.

—Sí, y al principio iba fue bien, pero…

—¿Pero…?

—Inspector, usted ha oído alguna vez la expresión “manecitas gordezuelas”?

—Pues, la verdad, no.

—Pues esa fue la primera expresión que consiguió colarme en una de las novelas supuestamente escritas por los dos, cuando en realidad la mayor parte eran mías, salvo algunas frases.

—¿Ah, sí? —dijo el inspector, sin entender del todo.

—Y no fue la única vez….aquello fue solo el comienzo. “La dulce miel de su ojos de avellana” fue otra, y también “su carita blanca como la Luna”, o “sus dientecillos de marfil”. ¿A usted cómo le suenan esas expresiones?

—Mmmm… —reflexionó un momento el inspector—. ¿Cursis?

—¡Exacto! Pero son peores aún. No son solo cursis, son tópicas. ¿Entiende usted? Llevo casi veinte años construyendo una obra literaria, a mí lo único que me importa es mi obra y la posteridad. ¿Comprende? Veinte años ensuciados por dos pegajosas novelas llenas de miel, algodón de azúcar y dulce de leche. ¿Comprende usted? ¡Era terrible! ¡No podía más! ¡Tenía que decirle a mi público que ese no era yo!

—Pero… —dijo el inspector—, ¿por eso mató a su hermano?

—¡Sí! ¡Y con dolor de mi corazón!, ¡tuve que hacerlo!

—Entiendo…. —Al inspector no acababa de encajarle algo.— ¿Pero por qué no mató a Noelia Redondilla en lugar de a él?

Hubo un par de segundos de silencio al otro lado.

—Pues….¿Pero no me ha escuchado? Porque no habría servido absolutamente de nada… Las novelas ya estaban escritas y mi nombre figuraba en ellas, si la hubiera matado y hubiéramos seguido mi hermano y yo como hasta entonces, nadie habría sabido la verdad,… Es más, la posteridad tampoco la habría sabido nunca que yo había transigido con colar sus absurdas, pedantes y cursis expresiones en mis libros. ¡Mi público tiene que saber que yo no habría aceptado aquello de no ser por el empeño de mi hermano! —dijo, fuera de sí.

—Entiendo —concluyó dijo el inspector—. ¿Entonces se declara usted culpable?

—Absolutamente —contestó el verdadero Laurencio Soto.

El crimen fue desvelado, Vitrubio fue enterrado y su viuda acudió con sus dos hijos al entierro llorando de dolor. Laurencio fue a la cárcel, no solo por asesino, sino también por fratricida, pero todos sus seguidores, que habían despotricado de sus novelas escritas al alimón, supieron la verdad. Desde allí siguió escribiendo, y sus novelas cada vez fueron más demandadas. Eran igual de buenas, pero ahora había además un poso de verdad y experiencia. Era sin duda la peripecia vital de Laurencio, que no solo se había convertido en un asesino, sino que había ido a la cárcel por ello.

Mientras el escritor fratricida acumulaba éxito tras éxito, los hijos de su hermano crecían y Noelia se dedicaba a ellos en cuerpo y alma. Vivían con holgura gracias a los derechos de las obras de Laurencio, de cuyos ingresos este había decidido cederle el cincuenta por ciento, porque no podía abandonar, a pesar de todo, a su cuñada y sus sobrinos. 

Mientras iban saliendo publicados libro tras libro, un hermoso almendro creció en la tumba de Vitrubio, tan límpido y hermoso como había sido el hombre de cuya tumba había surgido. Pero antes de que florecieran sus hermosas florecillas blancas,  antes de que impregnaran el aire de la tumba de Vitrubio con un aroma tan dulce y suave como este era en persona, antes de eso... alguien lo taló brutalmente.  Se dijo —aunque nunca llegó a probarse- que había sido un siniestro personaje pagado por Laurencio desde la cárcel. Y no fue porque Laurencio odiara su hermano. Más bien al contrario. Fue porque supo que, una vez más, había sido Noelia quien lo había plantado.  Había querido introducir una vez más una de sus  melífluas metáforas para homenajear a su esposo. Porque, no contenta con intentar colárselas en sus obras, esta vez había decidido hacerlas presentes  no solo en este cuento , sino en la misma realidad. 

Y eso Laurencio Soto no podía tolerarlo. Eso sí que no.


© Pedro Alcoba González 2021.