lunes, 18 de octubre de 2021

De la punta de levante a la llegada del viento (relato homenaje a Cortázar)


 De la punta de levante a la llegada del viento 

(inspirado por Julio Cortázar)

    De la punta de levante a la llegada del viento, los días se alejaban en una interminable sucesión, mientras Al Rejum contemplaba el horizonte, por donde se despeñaban empujados por la brisa.  Se preguntaba cómo volvían, una y otra vez, porque no entendía que los minutos y las horas eran eternos, y siempre regresaban desde levante, para que los vivieran uno a uno, hasta que el viento se los llevaba al horizonte, y desaparecían para dar lugar a ayer. En ayer, todo lo vivido se volvía materia muerta, solo un pálido reflejo de lo que era durante mañana. Para Al Rejum y Le Erbmoh, a veces se hacía largo, pero pronto volvía mañana desde la punta de levante, cercándolos con sus novedosos minutos. 

Entre el albor, el tránsito hacia mañana, y el cesor, la caída de los días hacia el horizonte, había unos momentos de transición, donde Al Rejum y Le Erbmoh se podían ver y tocar. Para Le Erbmoh, era lo mejor del día. Al Rejum también gustaba de esos momentos. Ella no se le aparecía a él como  una mancha borrosa y siempre cambiante, sino perfilada en su definida silueta. Lo primero que le llamaba la atención eran sus pechos rotundos coronados por la areola; y las uñas de los pies y de las manos. Las rodillas…. con esa sombra justo debajo de su punto más elevado, y ese pequeño pliegue justo encima. También había pliegues en las axilas, en el cuello, y en las comisuras de los labios. Estaba el prodigio de la lengua que asomaba por momentos; y una pequeña hendidura en medio del labio superior. Los ojos estaban rodeados por pequeños pliegues a su vez —los párpados— y sobre ellos había diminutos pelos que formaban una corona alrededor —las pestañas—. ¡Había tal definición en la esfera ocular! Si se acercaba, podían advertir alrededor del cristalino una coloración constituida de diversos tonos. Siempre le sorprendía tanto detalle, porque durante mañana ella solo era una silueta indefinida de color rosado, con el cabello negro moviéndose a un lado y a otro cuando se desplazaba, generando un borrón oscuro. El cabello… ¡Tan hermoso en ahora! Tantos diminutos pelos en la misma dirección, pero a la vez desordenados, generando lo que le parecían infinitos brillos diferentes. Le pedía a Al Rejum que se girara y veía otro pliegue detrás, y los glúteos, esas dos formas redondas y simétricas separadas por una hendidura que en la parte superior se bifurcaba en dos más pequeñas. Eran hermosos en su simetría, como los pechos. Y luego la espalda, con esa hendidura más tenue trazando una línea recta que la abarcaba entera, pero que de perfil se veía curva, para terminar en la perfecta simetría de los omóplatos. Era él, siempre, el primero en tocarla. Acercaba su mano, con esa perfecta definición en la que se percibían las uñas, los pelos e incluso las venas, y tocaba la de ella, con una forma más suave y estilizada. Cuando ambas se rozaban era como encender un fuego dulce y apacible, más aún cuando él ascendía por la delicada curva del brazo para llegar a su rostro, y ella siempre sonreía en ese momento, si él lo hacía con delicadeza. Porque para Al Rejum lo importante no era la asombrosa definición de su compañero, ni las formas que tensaban la piel y la aflojaban según él se movía, sino las sensaciones que la producía cuando él la tocaba, haciéndola de pronto consciente de su propio cuerpo. En los momentos que duraba ahora, las sensaciones eran más intensas y todo parecía detenerse, no era importante la recolección de los frutos, ni el arado, ni tampoco atrapar algún animal, ni cavar zanjas, ni construir chozas, ni idear nuevas soluciones para los utensilios de caza,  ni clasificar semillas, ni observar la sucesión de los días que se despeñaban por el horizonte calculando la duración de los mismos hasta el siguiente albor. En los momentos que duraba ahora, ya fuera en el albor o el cesor, lo importante era contemplar, tocarse, a veces incluso acercarse tanto que eran uno solo, él rozándola por dentro con más intensidad de la que Al Rejum hubiera podido imaginar en mañana, ella rodeándole con sus piernas que a él se le antojaban más hermosas que nunca cuando la sentía alrededor, mientras contemplaba un rostro encendido como un ascua, con una tonalidad rojiza que parecía un reflejo del mismísimo albor. Cuando esto sucedía, ahora era todavía más intenso, y se obraba el milagro de que el cesor o el albor se retrasaran, o eso les parecía a ellos. Pero luego llegaban de nuevo los minutos y las horas, si atravesaban el albor, o por el contrario se despeñaban por el horizonte y se sumergían en ayer, si avanzaban en el cesor. Si acontecía el albor, volvían a sus eternos quehaceres, siempre en movimiento, y ella se  tranformaba en una nube sonrosada de actividad coronada por una mancha negra, y él, una máquina tan rápida que resultaba un borrón anaranjado que iba de acá para allá. Si era el cesor, todo se volvía más pálido, más estático, la piel de ella prístina y cristalina, la de él oscura y casi traslúcida, mientras lo que habían puesto en marcha antes del albor se ralentizaba y esquematizaba, se reducía a su esencia, era solo una sombra apenas, un reflejo. Cuando los últimos filamentos de los minutos y las horas habían desaparecido por el horizonte, todo era oscuridad y quietud, hasta el punto de que alguna vez Le Erbmoh pensó que era el final, solo para sorprenderse una vez más cuando desde Levante llegaban de nuevo los minutos y las horas, y con ellos la densidad específica de sus cuerpos, para disfrutar de ahora apenas por unos momentos preciosos antes de mañana. 


Porque, cuando llegaba ahora, no existía nada más. Solo la inabarcable, afortunada y dichosa sensación de estar vivos de nuevo en el Paraíso.


© Pedro Alcoba González 2021.

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